El regalo que lo cambió todo

—¿Así que ya no te importa lo que yo pienso? —le grité a Martín, con la voz quebrada y las manos temblando sobre la mesa de la cocina. El eco de mi pregunta rebotó en las paredes desnudas del departamento nuevo, ese que sus padres nos acababan de regalar.

Martín me miró, confundido, como si no entendiera por qué estaba tan alterada. Afuera, la ciudad de Buenos Aires rugía con su tráfico y su vida, pero adentro, el silencio era tan denso que costaba respirar.

Todo había comenzado dos meses antes, cuando Martín y yo nos comprometimos. Yo venía de una familia sencilla de Córdoba, donde los domingos se compartía mate y pan casero en el patio. Martín, en cambio, era hijo único de una familia porteña acomodada, acostumbrada a resolverlo todo con dinero. Cuando anunciamos nuestro casamiento, sus padres —doña Teresa y don Ricardo— parecían felices. Pero yo sentía esa distancia fría que nunca supe cómo cruzar.

La noticia del regalo llegó una tarde de abril. Estábamos en la casa de sus padres, rodeados de muebles antiguos y retratos familiares. Teresa sirvió café en tazas de porcelana y Ricardo sonreía con ese aire de superioridad que siempre me incomodó.

—Queridos —dijo Teresa, posando su mano sobre la mía—, queremos darles un regalo especial para empezar su vida juntos. Les compramos un departamento en Palermo. ¡Es suyo!

Martín saltó de alegría. Sus ojos brillaban como los de un niño frente a una piñata. Yo sonreí, pero sentí un nudo en el estómago. ¿Un departamento? ¿Así, sin consultarme? ¿No íbamos a buscar juntos nuestro primer hogar?

—¡Siempre soñé con vivir en el centro! —exclamó Martín, abrazándome—. ¡Gracias, má! ¡Gracias, pa!

Yo apenas pude balbucear un «gracias». Mi mamá siempre decía: «Donde hay mucho regalo, hay mucho interés». Pero no quise arruinar el momento.

Los días siguientes fueron una vorágine: mudanza, muebles nuevos, visitas de los suegros cada fin de semana «para ver cómo estábamos». Al principio pensé que era cariño, pero pronto noté los comentarios sutiles:

—Gisela, ¿no crees que ese cuadro está muy bajo? —decía Teresa.
—Ricardo y yo pensamos que sería mejor cambiar las cortinas por unas más claras —agregaba.

Martín no veía el problema. «Son detalles», decía. Pero para mí eran señales: ese departamento nunca sería realmente nuestro.

Una noche, después de otra discusión sobre la decoración, exploté:
—¿Por qué no podemos decidir nada sin que tus padres opinen?
Martín suspiró:
—Gise, ellos solo quieren ayudarnos. Además, gracias a ellos tenemos este lugar. No seas ingrata.

Esa palabra me dolió como una bofetada. Ingrata. ¿Por querer tener voz en mi propia casa?

Las cosas empeoraron cuando mi familia vino a visitarnos desde Córdoba. Mi papá miró el departamento con admiración, pero mi mamá me abrazó fuerte y susurró:
—No te olvides quién sos ni de dónde venís.

Esa noche lloré en silencio mientras Martín dormía. Sentía que me estaba perdiendo a mí misma entre paredes ajenas y decisiones impuestas.

Un sábado por la tarde, mientras preparaba empanadas para una reunión familiar, escuché a Teresa hablando por teléfono en el balcón:
—Sí, claro que sí, el departamento sigue a nuestro nombre. No podía dejarlo en manos de una chica del interior…

Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Corrí al cuarto y busqué los papeles del departamento: efectivamente, estaba a nombre de Ricardo y Teresa. No era nuestro hogar; era su inversión.

Esa noche enfrenté a Martín:
—¿Sabías que el departamento no está a nuestro nombre?
Él bajó la mirada:
—Mis viejos dijeron que era por seguridad…
—¿Seguridad para quién? ¿Para ellos o para nosotros?

La discusión fue larga y dolorosa. Salieron a relucir viejas heridas: mi origen humilde, sus inseguridades, mis ganas de independencia.

—¿Por qué no podemos empezar desde cero como cualquier pareja? —le pregunté entre lágrimas.
—Porque mis padres solo quieren lo mejor para nosotros —respondió él, pero ya no sonaba convencido.

Pasaron semanas en las que apenas nos hablábamos. Yo evitaba estar en casa; él se refugiaba en el trabajo. Un día recibí una llamada de mi mamá:
—Hija, volvé a casa unos días. Te extraño.

Viajé a Córdoba buscando respuestas. Allí, entre abrazos y mates compartidos bajo el limonero del patio, entendí lo que realmente quería: un hogar construido con esfuerzo propio, aunque fuera pequeño y modesto.

Cuando regresé a Buenos Aires, hablé con Martín con el corazón en la mano:
—No puedo vivir en una casa donde no tengo voz ni voto. Prefiero alquilar algo pequeño y empezar juntos desde cero.
Él me miró largo rato antes de responder:
—Tenés razón. Me dejé llevar por la comodidad y olvidé lo importante: nosotros.

Decidimos devolver el departamento a sus padres y buscar un lugar propio. No fue fácil; hubo lágrimas, reproches y hasta amenazas veladas de Teresa:
—Están cometiendo un error del que se van a arrepentir toda la vida.
Pero por primera vez sentí que tenía el control sobre mi vida.

Hoy vivimos en un monoambiente pequeño en Almagro. No tenemos lujos ni muebles caros, pero cada rincón lleva nuestra historia y nuestras decisiones.

A veces me pregunto: ¿cuántas parejas aceptan regalos pensando que son bendiciones cuando en realidad son cadenas? ¿Vale la pena sacrificar la libertad por comodidad? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?