El Regreso de Lucía: Entre Sombras y Esperanza

—¿Por qué volviste, Lucía? —La voz de mi madre retumbó en la cocina, áspera como el café recién colado que hervía en la olla vieja. No supe qué responderle. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de zinc con furia, como si quisiera arrancar de raíz los recuerdos que me trajeron de vuelta a este pueblo perdido entre las montañas del Huila.

No tenía una respuesta clara. Solo sentía el peso de la culpa, ese plomo en el pecho que no me dejaba respirar desde que supe que mi hermano Samuel había muerto. Nadie me lo dijo directamente; fue un mensaje escueto en WhatsApp, una foto borrosa del ataúd y la noticia de que lo habían encontrado en el río, con las manos atadas y una bala en la cabeza. «Por sapo», decían los rumores.

Me fui de este pueblo hace seis años, jurando no volver jamás. Pero aquí estaba, con una maleta vieja, una chaqueta que olía a humedad y cigarrillos baratos, y el corazón hecho trizas. Mi madre me miraba como si yo fuera una extraña. Mi padre ni siquiera salió del cuarto cuando llegué; desde que perdió el trabajo en la finca, se volvió un fantasma que solo aparece para pedir más aguardiente.

La casa seguía igual: paredes descascaradas, fotos familiares cubiertas de polvo, el retrato de la Virgen del Carmen colgado torcido sobre la puerta. Pero todo era distinto. Samuel ya no estaba para recibirme con sus bromas pesadas ni para robarme los dulces que traía de la ciudad.

—¿Vas a quedarte mucho tiempo? —insistió mi madre, sin mirarme a los ojos.

—No lo sé —respondí, sintiendo cómo se me quebraba la voz.

Esa noche no pude dormir. El sonido de la lluvia era un eco de mi infancia, pero ahora traía consigo recuerdos amargos: las noches en vela esperando a que Samuel regresara de «hacer vueltas» con sus amigos, las discusiones de mis padres por el dinero que nunca alcanzaba, los gritos en la calle cuando llegaba el Ejército o los paramilitares buscando a alguien más para desaparecer.

Al día siguiente fui al cementerio. La tumba de Samuel estaba fresca, sin lápida aún. Solo una cruz de madera con su nombre escrito a mano: «Samuel Torres, 1999-2023». Me arrodillé en el barro y lloré como no lo hacía desde niña. Sentí rabia, impotencia y una tristeza tan honda que pensé que me iba a ahogar.

—¿Por qué te metiste en eso, Samu? —susurré entre sollozos—. ¿Por qué no me escuchaste cuando te dije que te alejaras?

No hubo respuesta, solo el silbido del viento entre los árboles y el murmullo lejano del río donde lo encontraron.

Esa tarde, mientras caminaba por las calles polvorientas del pueblo, sentí las miradas clavadas en mi espalda. Todos sabían quién era yo: la hermana mayor que se fue a Bogotá a estudiar y nunca volvió; la que dejó a su familia sola cuando más la necesitaban. Sentí vergüenza y rabia. ¿Por qué siempre somos las mujeres las que cargamos con todo?

En la tienda de doña Rosa escuché los chismes: que Samuel andaba con gente peligrosa, que lo vieron con los del combo de «El Flaco», que seguro estaba metido en cosas malas. Nadie hablaba del miedo, de la falta de oportunidades, del hambre que obliga a los jóvenes a buscarse la vida como sea.

Esa noche discutí con mi madre. Me reclamó por haberme ido, por no haber estado para cuidar a Samuel. Yo le grité que ella tampoco pudo protegernos, que papá nunca fue un verdadero padre. Lloramos juntas hasta quedarnos sin fuerzas.

Al tercer día busqué a Camilo, el mejor amigo de Samuel. Lo encontré en la cancha de fútbol, pateando una pelota vieja con otros muchachos. Cuando me vio se puso pálido.

—Lucía… yo… lo siento mucho —balbuceó.

—Dime la verdad, Camilo —le exigí—. ¿En qué estaba metido Samuel?

Bajó la mirada y murmuró:

—No quería hacerlo… pero aquí no hay trabajo, Lucía. Los del combo le ofrecieron plata fácil. Al principio solo era pasar mensajes… después fue peor.

Sentí un nudo en el estómago. Quise gritarle, golpearlo, pero solo pude llorar otra vez.

Los días pasaron lentos y pesados. Mi padre seguía ausente; mi madre apenas comía. Yo recorría el pueblo buscando respuestas, pero solo encontraba más preguntas y miradas llenas de lástima o reproche.

Una tarde encontré una carta escondida entre las cosas de Samuel. Era para mí:

«Lucía,
Si lees esto es porque ya no estoy. No quiero que me recuerdes como un bandido. Solo quería ayudar a mamá y papá. Perdóname por no escucharte. Te quiero mucho.
Samu»

Leí esas palabras una y otra vez hasta que las lágrimas borraron la tinta. Sentí una mezcla de amor y rabia tan grande que pensé que iba a explotar.

Decidí quedarme un tiempo más en el pueblo. Empecé a ayudar en la escuela como voluntaria, dando clases a los niños para que no terminaran como Samuel. Hablé con otros jóvenes sobre sus sueños y miedos; muchos querían irse, pero no tenían cómo.

Un día enfrenté a mi padre:

—¿Hasta cuándo vas a seguir huyendo? Samuel ya no está… pero yo sí estoy aquí.

Me miró por primera vez en años. Sus ojos estaban rojos y cansados.

—Perdóname, hija —susurró—. No supe cómo protegerlos.

Nos abrazamos y lloramos juntos por todo lo perdido.

Poco a poco sentí que algo sanaba dentro de mí. El dolor seguía ahí, pero ya no era una herida abierta sino una cicatriz que me recordaba lo importante: no podemos cambiar el pasado, pero sí podemos luchar por un futuro diferente.

Hoy sigo aquí, luchando cada día contra la resignación y el miedo. A veces me pregunto si valió la pena regresar; si algún día podré perdonarme por todo lo que no hice por Samuel.

¿Ustedes creen que uno puede encontrar redención después de tanto dolor? ¿O estamos condenados a repetir los errores del pasado?