El último compás de Mariana

—¡Mariana, apúrate! —gritó mi madre desde la cocina, mientras el olor a arepas quemadas llenaba el pequeño apartamento.

Pero yo no podía moverme. Mis piernas temblaban, no por el miedo a llegar tarde al colegio, sino porque acababa de escuchar a mi padre decirle a mi hermano Julián: “Eso de bailar es para gente que no tiene futuro”.

Tenía once años y ya sentía el peso de los sueños prohibidos. En mi barrio en Medellín, bailar era un lujo, una fantasía reservada para las niñas de la televisión, no para las hijas de un obrero y una vendedora ambulante. Sin embargo, cada vez que escuchaba salsa o cumbia en la radio vieja de la vecina, algo dentro de mí se encendía.

Esa tarde, después de clases, me escondí en el patio trasero. Allí, entre las sábanas colgadas y el ladrido lejano de los perros, me atreví a imitar los pasos que había visto en un video prestado. No sabía que mi abuela Rosa me observaba desde la ventana.

—¿Por qué bailas sola, Marianita? —me preguntó con voz suave.

—Porque si me ven, me regañan —le respondí, bajando la mirada.

Ella sonrió y se acercó despacio. Me tomó de las manos y, con una torpeza dulce, empezó a girar conmigo. “Baila, mija. Que nadie te quite eso”, susurró. Fue la primera vez que sentí que alguien creía en mí.

Pero la vida no da tregua. Un mes después, Julián fue herido en una balacera cerca del colegio. Mi madre prohibió que saliéramos después de las seis. El miedo se instaló en casa como un huésped más. Yo seguía bailando a escondidas, con los audífonos puestos para no escuchar los gritos ni las sirenas.

A los quince años, una profesora nueva llegó al colegio: la profe Camila. Traía el cabello recogido y una energía que contagiaba. Un día anunció que abriría un taller de danza folclórica. Sentí el corazón salirse del pecho.

—¿Vas a inscribirte? —me preguntó mi amiga Laura.

—No sé… —dudé, pensando en mi papá.

Esa noche, durante la cena, reuní valor:

—Papá… ¿puedo entrar al taller de danza?

Él dejó caer el tenedor. Mi madre me miró como si hubiera dicho una grosería.

—¿Y eso para qué sirve? Aquí lo que se necesita es trabajar —sentenció él.

Me tragué las lágrimas y fingí que no me importaba. Pero al día siguiente, la profe Camila me encontró llorando en el baño.

—Mariana, ¿por qué lloras?

—Porque nunca voy a poder bailar —le confesé entre sollozos.

Ella me abrazó fuerte y me dijo: “A veces hay que bailar aunque duela”.

Con su ayuda y la complicidad de mi abuela, empecé a asistir al taller sin que mi familia lo supiera. Cada ensayo era una mezcla de miedo y felicidad. Aprendí a mover mis pies como si flotara sobre las baldosas rotas del salón comunal. La música era mi refugio.

El primer festival llegó rápido. El grupo necesitaba una solista para la pieza final. La profe Camila me eligió a mí. Sentí vértigo y orgullo a la vez.

El día del festival, mientras me maquillaba en el baño del colegio, escuché a unas compañeras murmurar:

—¿Viste que Mariana va a bailar? Si su familia es puro problema…

Me temblaron las manos. Pensé en salir corriendo. Pero entonces recordé las palabras de mi abuela: “Que nadie te quite eso”.

La música empezó. Salí al escenario con el corazón desbocado. El público era una masa borrosa; solo distinguía los ojos brillantes de la profe Camila y la sonrisa nerviosa de Laura entre la multitud.

Bailé como si fuera la última vez. Cada giro era un grito ahogado, cada paso una herida cerrándose. Cuando terminó la canción, hubo un silencio denso. Sentí que el mundo se detenía.

De pronto, un aplauso solitario rompió la quietud. Era mi abuela Rosa, de pie entre el público. Luego vinieron más aplausos, hasta convertirse en una ovación ensordecedora.

Corrí hacia ella y nos abrazamos llorando. Mi padre estaba al fondo del salón, serio e inmóvil. No supe si estaba orgulloso o avergonzado.

Esa noche llegué a casa temblando. Mi padre me esperaba en la sala.

—¿Por qué lo hiciste? —me preguntó sin mirarme.

—Porque es lo único que me hace sentir viva —le respondí con voz quebrada.

No dijo nada más. Se levantó y se encerró en su cuarto.

Los días siguientes fueron tensos. Mi madre apenas me hablaba y Julián evitaba mirarme a los ojos. Solo mi abuela seguía apoyándome en silencio.

Un mes después recibí una invitación para audicionar en una academia de danza en el centro de Medellín. Era una oportunidad única, pero necesitaba dinero para el transporte y los uniformes.

Vendí arepas con mi abuela en la esquina durante semanas. Cada moneda era un paso más cerca del sueño.

El día de la audición llegué temblando de nervios y cansancio. Había chicas con ropa costosa y padres orgullosos esperándolas afuera. Yo solo tenía mis zapatos gastados y el abrazo apretado de mi abuela antes de entrar.

Cuando terminé mi presentación, uno de los jurados —un hombre mayor llamado Don Ernesto— me miró fijamente:

—¿Por qué quieres bailar?

—Porque es lo único que tengo —le respondí sin dudar.

Me aceptaron con una beca parcial. Lloré de felicidad y miedo al mismo tiempo.

En casa, la noticia cayó como una bomba. Mi padre explotó:

—¿Vas a dejar todo por un capricho?

—No es un capricho —le grité—. Es mi vida.

Esa noche hubo gritos y portazos. Pensé en rendirme mil veces. Pero cada vez que dudaba, recordaba los aplausos del festival y las manos arrugadas de mi abuela sosteniéndome fuerte.

Los meses siguientes fueron duros: jornadas largas entre clases y trabajo; miradas de desprecio en el barrio; comentarios hirientes sobre «las niñas que bailan»; peleas constantes en casa.

Pero también hubo momentos mágicos: aprender nuevos ritmos; sentir cómo mi cuerpo se transformaba; descubrir amigas que compartían mis miedos y sueños; ver a mi abuela sonreír orgullosa desde la primera fila en cada función.

Un día recibí una carta: había sido seleccionada para representar a Medellín en un concurso nacional de danza en Bogotá. Era más de lo que jamás imaginé.

La noche antes del viaje, mi padre entró a mi cuarto por primera vez en meses. Se sentó en silencio junto a mi cama.

—No entiendo tu mundo —me dijo con voz cansada—, pero quiero verte feliz… Solo prométeme que nunca olvidarás quién eres ni de dónde vienes.

Lloré como nunca antes y lo abracé fuerte.

El concurso fue un torbellino: luces, nervios, competencia feroz… Pero cuando subí al escenario sentí que todos los miedos quedaban atrás. Bailé para mí, para mi familia rota pero valiente, para todas las niñas del barrio que sueñan con algo más.

Cuando terminó la música hubo un silencio absoluto… hasta que un aplauso solitario rompió todo: era Don Ernesto entre el público. Luego vinieron los demás aplausos; algunos lloraban, otros gritaban mi nombre.

Al bajar del escenario sentí el sabor salado de mis propias lágrimas mezclado con el sudor y la alegría pura.

Hoy escribo esto desde un pequeño apartamento en Bogotá, donde sigo bailando y luchando cada día por mantener vivo ese sueño que nació entre balaceras y arepas quemadas.

A veces me pregunto: ¿Cuántos sueños se apagan por miedo o por prejuicio? ¿Cuántas Marianitas hay esperando un solo aplauso para atreverse a bailar su propia vida?