El vestido que encendió la guerra: Mi lucha por mi boda

—¿Y de qué color piensas llevar el vestido, Mariana? —La voz de doña Carmen retumbó en la sala, cortando el aire como un machete en caña dulce.

Me quedé helada, con la taza de café temblando entre mis manos. Mi madre, sentada a mi lado, me miró de reojo, advirtiéndome en silencio que tuviera cuidado con lo que iba a decir. Afuera, el calor de Barranquilla apretaba, pero adentro el ambiente era aún más sofocante.

—Blanco, doña Carmen —respondí, intentando sonar segura—. Pero me gustaría que tuviera detalles en azul, como un guiño a mi abuela.

Ella frunció el ceño. —En mi familia, las novias siempre se casan de blanco puro. Así lo hizo mi madre, así lo hice yo. No entiendo por qué quieres cambiar las cosas.

Mi prometido, Andrés, apenas levantó la vista del celular. Como siempre, prefería no meterse.

Ese fue el inicio de la guerra. Una guerra silenciosa al principio, hecha de miradas y comentarios al pasar. Pero pronto se volvió abierta y cruel. Cada decisión sobre la boda —el menú, la música, los invitados— era una batalla campal. Y en cada una, sentía que perdía un pedazo de mí misma.

Mi madre intentaba apoyarme, pero también temía que la familia de Andrés nos viera como «problemáticas». —Hija, no te compliques —me decía en voz baja—. Lo importante es que te cases con el hombre que amas.

Pero yo no podía dejarlo pasar. No después de todo lo que había soñado desde niña. Mi abuela siempre decía que una mujer debe luchar por su felicidad, aunque el mundo entero le diga que no puede.

Una tarde, mientras revisaba catálogos de vestidos con mi mejor amiga, Lucía, ella me preguntó:

—¿De verdad quieres casarte así? ¿O solo quieres evitar problemas?

Me quedé pensando. ¿Cuántas veces había cedido ya? ¿Cuántas veces había callado para no incomodar a nadie?

La gota que colmó el vaso llegó una semana después. Doña Carmen apareció en mi casa con un vestido blanco envuelto en plástico.

—Este era mío —dijo, extendiéndolo como si fuera una bandera—. Lo mandé a arreglar para ti. Así todas estaremos contentas.

Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. Ese vestido era hermoso, sí, pero no era mío. No era el vestido con el que había soñado casarme desde niña.

Esa noche lloré en silencio. Andrés me abrazó, pero sus palabras fueron tibias:

—Mi mamá solo quiere lo mejor para nosotros…

—¿Y yo? —le pregunté—. ¿Nadie piensa en lo que yo quiero?

Él no supo qué responder.

Los días siguientes fueron un infierno. Doña Carmen llamaba todos los días para preguntar si ya había decidido usar su vestido. Mi madre me presionaba para que aceptara y evitara un escándalo familiar. Andrés se volvió más distante.

Una tarde, fui a visitar la tumba de mi abuela en el cementerio del barrio. Me senté junto a la lápida y le hablé como si pudiera escucharme:

—Abuela, ¿qué hago? Siento que estoy perdiendo mi voz…

El viento movió las hojas de los árboles y sentí una paz extraña. Recordé sus palabras: «Nadie puede vivir tu vida por ti».

Esa noche tomé una decisión. Llamé a Lucía y le pedí ayuda para buscar una modista en el centro. Quería un vestido sencillo, blanco como la espuma del mar Caribe, pero con bordados azules en las mangas y la cintura. Un homenaje a mi abuela y a mí misma.

Cuando le conté a Andrés, su reacción fue fría:

—¿Por qué tienes que complicarlo todo? Mi mamá va a sentirse mal…

—¿Y yo? —repetí—. ¿No te importa cómo me siento yo?

Por primera vez vi duda en sus ojos.

Los rumores no tardaron en llegar a la familia de Andrés. Que si yo era una rebelde, que si no respetaba las tradiciones… Incluso su tía Marta me llamó para decirme:

—Mijita, uno tiene que saber cuándo ceder. Si empiezas así ahora, imagínate después…

Pero ya no podía dar marcha atrás.

El día de la boda llegó con un cielo nublado y un aire pesado de tormenta inminente. Cuando entré a la iglesia del brazo de mi padre, sentí todas las miradas clavadas en mí. El vestido era perfecto: blanco y azul, como el mar y el cielo de mi infancia.

Doña Carmen me miró con los labios apretados. Andrés estaba nervioso; apenas me sonrió cuando llegué al altar.

Durante la ceremonia sentí una mezcla de orgullo y miedo. ¿Había hecho lo correcto? ¿Valía la pena tanto conflicto por un vestido?

Al final del día, mientras bailaba con mi padre bajo las luces del salón comunal del barrio, él me susurró al oído:

—Estoy orgulloso de ti, hija. No todos tienen el valor de defender lo que quieren.

Esa noche, ya sola en nuestra pequeña casa nueva, miré a Andrés dormido y pensé en todo lo que había pasado. Sabía que la batalla por mi vestido era solo el principio; habría muchas más luchas por delante.

Pero también supe que había dado un paso importante: había elegido ser fiel a mí misma.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres han callado sus sueños por miedo al qué dirán? ¿Cuántas han cedido ante tradiciones que no les pertenecen? ¿Y tú? ¿Te has atrevido alguna vez a pelear por tu felicidad?