Entre el amor y la libertad: La historia de Camila y su madre

—¡Camila, ven acá ahora mismo!— gritó mi mamá desde la cocina, mientras yo intentaba terminar mi tarea de la universidad en el cuarto. El tono de su voz era como una alarma que me atravesaba el pecho. Bajé las escaleras con el corazón acelerado, preguntándome qué había hecho mal esta vez.

—¿Por qué tienes mensajes de ese muchacho, Diego?— preguntó, agitando mi celular en el aire como si fuera una prueba irrefutable de mi traición. Sentí la sangre subir a mis mejillas. No era la primera vez que revisaba mi teléfono sin permiso, pero cada vez dolía más.

—Mamá, ya te dije que Diego es solo un compañero de clase. Estamos haciendo un trabajo juntos— respondí, tratando de mantener la calma. Pero ella no escuchaba razones. Para ella, cualquier amistad masculina era una amenaza, una puerta abierta al caos que tanto temía.

Mi mamá, Rosa, siempre fue así: sobreprotectora hasta el extremo. Desde que papá se fue a vivir a Monterrey con su nueva familia, ella se aferró a mí como si fuera su única tabla de salvación. Yo entendía su miedo a quedarse sola, pero no podía soportar que quisiera vivir mi vida por mí.

Las cosas empeoraron cuando cumplí veinte años. Empecé a trabajar medio tiempo en una cafetería del centro de Guadalajara para ahorrar dinero y soñar con mudarme algún día. Pero cada vez que llegaba tarde por el tráfico o por una reunión con amigos, ella me esperaba sentada en la sala, con los ojos rojos de tanto llorar o furiosa por mi «desconsideración».

—¿Por qué no puedes ser como tu prima Mariana? Ella sí respeta a su mamá y nunca sale sin avisar— me decía una y otra vez. Yo sentía que me ahogaba en esa comparación constante, en esa exigencia imposible de ser la hija perfecta.

Un día, después de una discusión especialmente dura porque quería irme de viaje con mis amigas a Puerto Vallarta, exploté:

—¡Mamá, no soy tu propiedad! ¡Déjame vivir mi vida!

Ella se quedó callada, temblando. Por un momento pensé que iba a pegarme una cachetada, como cuando era niña y desobedecía. Pero solo se sentó y empezó a llorar en silencio. Me sentí culpable al instante, pero también aliviada por haber dicho lo que llevaba años guardando.

Esa noche no dormí. Escuché sus sollozos desde mi cuarto y me pregunté si alguna vez podría ser libre sin romperle el corazón.

La tensión creció en casa. Empezó a llamarme cada hora cuando estaba fuera, a revisar mis redes sociales y hasta a preguntarle a mis amigas sobre mis movimientos. Un día llegué y encontré a mi tía Luisa sentada en la sala con ella.

—Camila, tu mamá está preocupada por ti. Dice que te estás desviando— dijo mi tía con voz suave pero firme.

Sentí rabia e impotencia. ¿Por qué nadie entendía que solo quería vivir como cualquier joven? ¿Por qué mi libertad era vista como rebeldía?

Empecé a pasar más tiempo fuera de casa. Me refugiaba en la cafetería después del trabajo o me quedaba estudiando en la biblioteca hasta tarde. Mi mamá me enviaba mensajes interminables: «¿Dónde estás?», «¿Con quién?», «¿Por qué no contestas?». A veces los ignoraba, otras veces respondía con monosílabos para evitar más peleas.

Una tarde, mientras servía café a una pareja de ancianos, sentí que algo dentro de mí se rompía. ¿Era justo vivir así? ¿Era justo para ella depender tanto de mí? ¿O para mí cargar con su soledad?

Esa noche llegué temprano y la encontré viendo fotos viejas en la sala. Me senté a su lado y le tomé la mano.

—Mamá, sé que tienes miedo de perderme. Pero si sigues apretando tan fuerte, solo vas a lograr que me aleje más rápido— le dije con voz temblorosa.

Ella me miró con lágrimas en los ojos.

—No sé cómo dejarte ir, Camila. Eres todo lo que tengo.

Nos abrazamos y lloramos juntas. No resolvimos nada esa noche, pero fue la primera vez que hablamos desde el corazón y no desde el miedo.

Poco a poco empezamos a poner límites. Le expliqué que necesitaba privacidad y espacio para crecer. Ella empezó terapia con una psicóloga del centro comunitario y yo también busqué ayuda para aprender a poner límites sin sentirme culpable.

No fue fácil ni rápido. Hubo recaídas: discusiones por salidas nocturnas, silencios incómodos durante las comidas, reproches disfrazados de consejos. Pero también hubo pequeños avances: una tarde sin mensajes insistentes, una conversación tranquila sobre mis planes para el futuro.

Hoy sigo viviendo con ella mientras termino la universidad, pero ya no siento esa asfixia constante. A veces me pregunto si algún día podré mudarme sin sentir que la abandono. O si ella podrá ser feliz sin depender tanto de mí.

¿Es posible amar sin controlar? ¿Cómo aprendemos a soltar a quienes más queremos? Me gustaría saber si ustedes han pasado por algo parecido…