Entre el amor y la sangre: El diario de una nuera en guerra

—¿Y tú quién eres para servirle el café a mi hijo?—. La voz de doña Carmen retumbó en la cocina como un trueno. Yo temblé, con la taza a medio camino entre la cafetera y la mesa. Era domingo, y como cada domingo desde que me casé con Mauricio, desayunábamos en casa de su madre en el barrio San Juan, en las afueras de Medellín.

No respondí. ¿Qué podía decirle? Que era su nuera, la esposa de su hijo, la mujer que él eligió después de que su primer matrimonio se desmoronó como un castillo de naipes. Pero para doña Carmen, yo era invisible. O peor: un obstáculo.

Mauricio me miró con esos ojos oscuros llenos de culpa y cansancio. —Mamá, por favor…— murmuró, pero ella ya había girado la cabeza hacia la ventana, fingiendo no escuchar.

A veces pienso que mi historia comenzó mucho antes de conocer a Mauricio. Quizás empezó el día en que decidí que merecía ser amada, aunque eso significara enfrentarme al mundo entero. Pero nunca imaginé que ese mundo tendría el rostro severo de una suegra convencida de que yo era una intrusa.

Cuando conocí a Mauricio, él era un hombre roto. Su exesposa, Paola, lo había dejado por otro y se había marchado a Cali con su nuevo marido. Mauricio y yo nos encontramos en una fiesta de amigos comunes; él estaba callado, con una tristeza que se le escapaba por los ojos. Yo también venía de una relación fallida, así que nos entendimos en el silencio y en las miradas largas.

Nos enamoramos despacio, sin promesas grandilocuentes. Cuando me pidió que nos casáramos, sentí que por fin la vida me sonreía. Pero entonces apareció doña Carmen.

Desde el principio dejó claro que para ella solo había una nuera posible: Paola. La perfecta Paola, la que sabía hacer arepas redondas y blanditas, la que tenía familia «de bien», la que le dio un nieto (aunque el niño vivía con Paola en Cali). Yo era apenas una profesora de primaria sin apellido ilustre ni dote.

—Paola sí sabía cómo cuidar a Mauricio— me decía doña Carmen cada vez que podía. —Tú solo eres… bueno, tú eres tú.—

Al principio pensé que era cuestión de tiempo. Que si me esforzaba lo suficiente, si cocinaba sus platos favoritos y la ayudaba a limpiar los domingos, terminaría aceptándome. Pero no fue así.

Un día llegué temprano a su casa y la escuché hablando por teléfono:

—Sí, Paolita, ven cuando quieras. Aquí siempre tendrás tu casa… Y claro, sería bueno que vieras a Mauricio. Él te extraña mucho, mija.—

Sentí un nudo en el estómago. ¿Por qué no podía dejar el pasado atrás? ¿Por qué insistía en traer a Paola de vuelta?

Las cosas empeoraron cuando Paola vino a Medellín para dejar a su hijo unos días con los abuelos. Doña Carmen organizó una comida familiar e invitó a todos… menos a mí. Mauricio se enteró tarde y fue solo para evitar un escándalo.

Esa noche discutimos como nunca antes:

—¿Por qué no me defendiste?— le grité entre lágrimas.

—No quiero pelear con mi mamá— respondió él, bajando la mirada.

—¿Y yo? ¿Quién me defiende a mí?—

Mauricio me abrazó, pero sentí que estaba sola.

Los meses pasaron y la situación se volvió insostenible. Doña Carmen empezó a llamarlo todos los días:

—Mauricio, Paola está sola en Cali… deberías llamarla. Ella siempre fue buena contigo.—

A veces incluso le mandaba fotos antiguas de ellos dos juntos: en la playa, en Navidad, el día de su boda. Yo encontraba esas fotos en su celular y sentía una puñalada.

Una tarde lluviosa, después de otra comida incómoda en casa de doña Carmen, exploté:

—¿Por qué tu mamá me odia tanto? ¿Por qué no puede aceptar que tú y yo estamos juntos?—

Mauricio suspiró:

—Ella nunca superó el divorcio. Para ella, Paola era parte de la familia… Tú eres diferente.—

—¿Diferente cómo? ¿Menos?—

Él no respondió.

Empecé a escribir este diario porque necesitaba desahogarme. Porque cada vez que doña Carmen me ignoraba o me lanzaba una indirecta venenosa, sentía que me desvanecía un poco más.

Un día encontré a doña Carmen llorando en la cocina. Me acerqué con cautela.

—¿Está bien?— pregunté.

Ella me miró con los ojos rojos:

—Tú no entiendes lo que es perder una familia… perder un sueño.—

Quise decirle que sí lo entendía, que yo también había perdido cosas importantes. Pero ella se levantó y salió sin mirarme.

La gota que colmó el vaso llegó cuando Paola anunció que regresaría a Medellín con su hijo porque su segundo matrimonio también había fracasado. Doña Carmen estaba eufórica:

—¡Ahora sí vamos a ser una familia otra vez!— gritó abrazando a Mauricio.

Yo sentí que me borraban del mapa.

Esa noche le dije a Mauricio:

—No puedo más. O pones límites o me voy.—

Él lloró como un niño asustado:

—No quiero perderte… pero tampoco quiero perder a mi mamá.—

Me fui a dormir al sofá y lloré hasta quedarme dormida.

Al día siguiente, tomé mis cosas y fui a casa de mi hermana en Envigado. Mauricio vino por mí dos días después:

—Hablé con mi mamá —me dijo con voz temblorosa—. Le dije que te respeto y te amo… Que si no puede aceptarlo, tendrá que acostumbrarse.—

No sé si le creí del todo. Volvimos juntos, pero las heridas siguen ahí.

Hoy escribo esto mientras escucho el ruido de la lluvia contra la ventana. Pienso en todas las mujeres como yo: nueras invisibles, luchando por un lugar en familias donde siempre serán extranjeras.

¿Vale la pena luchar por alguien cuando su familia te rechaza? ¿O es mejor soltar y buscar tu propia paz?