Entre el Amor y la Sangre: Un Nuevo Comienzo a los Setenta
—¿De verdad vas a hacer esto, mamá? —La voz de mi hija Lucía temblaba entre el enojo y la incredulidad.
La miré desde el otro lado de la mesa, con las manos apretadas sobre el mantel de flores que ella misma me había regalado en mi último cumpleaños. Afuera, el sol de la tarde caía sobre los jacarandás de la calle, pero dentro de mi casa, el aire era denso y frío.
—Sí, Lucía. Me voy a casar con Ernesto —respondí, tratando de mantener la voz firme, aunque por dentro sentía que mi corazón se partía en dos.
Nunca imaginé que a mis setenta y dos años estaría defendiendo mi derecho a enamorarme como una adolescente. Pero ahí estaba yo, enfrentando a mis tres hijos en el comedor donde tantas veces celebramos cumpleaños y navidades. Ahora, ese mismo espacio era un campo de batalla.
—¿Y qué va a pasar con la casa? ¿Con las cosas de papá? —preguntó Javier, el mayor, con los brazos cruzados y la mirada dura.
—No estoy vendiendo nada. Solo quiero rehacer mi vida —contesté, aunque sabía que para ellos no era tan simple. Desde que su padre murió hace seis años, me convertí en el eje silencioso de la familia. Nadie preguntó nunca si yo tenía miedo a la soledad, si extrañaba una caricia o una conversación al atardecer. Mi papel era estar ahí: abuela, madre, viuda ejemplar.
Conocí a Ernesto en la plaza del barrio. Él también había enviudado hacía poco y compartíamos la costumbre de alimentar a las palomas cada mañana. Al principio, solo intercambiábamos saludos tímidos y alguna que otra anécdota sobre nietos traviesos. Pero poco a poco, nuestras charlas se hicieron más largas y profundas. Descubrí en él una ternura que creía perdida para siempre.
Cuando me propuso matrimonio, sentí un vértigo dulce y aterrador. ¿Qué diría la gente? ¿Qué pensarían mis hijos? Pero también pensé: ¿cuántos años me quedan para vivir algo así?
—No es justo que nos pongas en esta situación —dijo Lucía esa tarde—. ¿Y si ese hombre solo quiere aprovecharse de ti?
—Ernesto no es así —repliqué, aunque una sombra de duda cruzó mi mente. ¿Y si tenían razón? ¿Y si estaba siendo ingenua?
Pero el miedo no pudo más que las ganas de sentirme viva otra vez. Me casé con Ernesto en una ceremonia sencilla en la parroquia del barrio. Solo asistieron dos amigas y mi hermana menor, Marta. Mis hijos no vinieron. Ni siquiera llamaron ese día.
Al principio todo fue como un sueño: desayunos juntos en el patio, caminatas al mercado los sábados, risas compartidas viendo telenovelas antiguas. Pero pronto empezaron los problemas.
Ernesto tenía dos hijos adultos que apenas lo visitaban, pero cuando supieron de nuestro matrimonio comenzaron a aparecer con frecuencia sospechosa. Una tarde escuché a su hijo menor decirle:
—Papá, tenés que pensar en lo tuyo. No podés dejar que te saquen lo poco que tenés.
Sentí un escalofrío. ¿Eso pensaban también mis hijos de mí? ¿Que yo era una amenaza para su herencia?
Las discusiones con Ernesto se volvieron habituales. Él quería vender su departamento para mudarse conmigo definitivamente; yo temía que eso complicara aún más las cosas con mi familia.
—¿Por qué no pueden entender que solo quiero estar contigo? —me preguntó una noche mientras cenábamos sopa de verduras.
—Porque tienen miedo —le respondí—. Miedo de perderme, miedo de perder lo que creen que les pertenece.
La distancia con mis hijos se hizo abismo. Dejaron de invitarme a los cumpleaños de mis nietos; Lucía cambió su número de teléfono sin avisarme. Javier solo me llamaba para hablar de papeles y cuentas bancarias.
Una tarde encontré a Ernesto sentado solo en el patio, mirando las plantas marchitas.
—¿Te arrepientes? —le pregunté.
Él suspiró largo y tendido.
—No me arrepiento de amarte —dijo—. Pero no sabía que sería tan difícil.
Yo tampoco lo sabía. Pensé que el amor podía curar todas las heridas, pero no conté con el peso invisible de las expectativas familiares ni con el juicio implacable del barrio. Las vecinas dejaron de saludarme; en misa sentía las miradas clavadas en mi espalda.
Un día recibí una carta de Lucía. No era una invitación ni una disculpa: era un reclamo formal sobre la casa familiar y los bienes de su padre. Lloré toda la noche abrazada a Ernesto, preguntándome si valía la pena tanto sacrificio por un poco de compañía tardía.
Ernesto enfermó ese invierno. Los hospitales públicos estaban saturados y pasé noches enteras sentada en sillas incómodas, esperando noticias entre médicos apurados y enfermeras agotadas. Sus hijos apenas aparecieron; los míos ni siquiera preguntaron por él.
Cuando Ernesto murió, me sentí más sola que nunca. Ni familia ni amigos ni vecinos: solo un silencio espeso llenando cada rincón de la casa.
Ahora paso los días mirando por la ventana, viendo cómo las hojas caen sobre la vereda y preguntándome si elegí bien. ¿Era mejor seguir siendo la viuda ejemplar y resignada? ¿O hice bien en buscar un poco de felicidad aunque fuera tarde?
A veces pienso en escribirles a mis hijos, pedirles perdón por haberlos lastimado sin querer. Otras veces siento rabia: ¿por qué nadie entiende que también tengo derecho a amar?
Me pregunto si hay otras mujeres como yo, allá afuera, dudando entre el amor y la sangre. ¿Vale la pena arriesgarlo todo por un último intento? ¿O es mejor quedarse sola para no perder lo poco que queda?
¿Ustedes qué harían? ¿Buscarían amor aunque eso signifique perder a su familia? ¿O aceptarían la soledad para mantener la paz familiar?