Entre el Miedo y la Esperanza: Mi Lucha por Proteger a Mi Hija

—¡Mamá, por favor, no cuelgues! —La voz de Valeria temblaba al otro lado del teléfono, y yo sentí cómo el corazón se me partía en dos. Era casi medianoche y el silencio de mi casa en Puebla se rompía con cada sollozo de mi hija. Afuera, los perros ladraban y el viento golpeaba las ventanas, pero nada era tan fuerte como el miedo que sentía por ella.

Desde que Valeria se casó con Mauricio, algo en mi interior nunca estuvo en paz. Él era de esos hombres que sonríen solo cuando les conviene, que saludan con cortesía pero tienen los ojos fríos. Al principio pensé que eran celos de madre, pero pronto las señales se hicieron imposibles de ignorar: los moretones en los brazos de Valeria, las excusas torpes, el aislamiento de sus amigas y hasta de su hermano, Emiliano.

Esa noche, mientras escuchaba su llanto ahogado, sentí que el mundo se me venía encima. —¿Dónde está Mauricio? —le pregunté, tratando de mantener la voz firme. —Salió… pero regresa en cualquier momento —susurró ella. Mi mente voló a recuerdos de mi propia infancia, cuando mi padre llegaba borracho y mi madre rezaba en silencio para que no la viera. Juré que nunca permitiría que algo así pasara en mi familia.

Colgué el teléfono y me arrodillé junto a la cama. No soy una mujer particularmente religiosa, pero esa noche recé como nunca antes. Le pedí a Dios fuerza para proteger a mi hija, claridad para saber qué hacer. El miedo me paralizaba, pero la fe me empujaba a actuar.

Al día siguiente fui a buscarla. Toqué la puerta de su casa con el corazón en la mano. Mauricio abrió y me miró con esa sonrisa falsa. —¿Qué hace aquí tan temprano, suegra? —preguntó, fingiendo amabilidad. Sentí sus ojos clavados en mí como cuchillos. —Vengo a ver a mi hija —respondí sin titubear.

Valeria apareció detrás de él, pálida y con los ojos hinchados. La abracé fuerte, como si pudiera protegerla solo con mi abrazo. —Mamá, estoy bien —susurró, pero yo sabía que mentía. Mauricio se quedó observándonos, cruzado de brazos, como un guardián celoso.

Esa tarde me quedé con ella mientras él salía a trabajar. Hablamos poco; el miedo flotaba en el aire como una nube espesa. Le pregunté si quería regresar a casa conmigo. Me miró con lágrimas en los ojos y negó con la cabeza. —No puedo, mamá… tengo miedo de lo que pueda hacerle a Emiliano o a ti si me voy.

Sentí una rabia impotente. ¿Cómo podía tener tanto poder sobre ella? ¿Cómo podía yo enfrentarme a ese hombre sin poner en riesgo a mi familia? Esa noche volví a rezar. Pedí valor para no rendirme y sabiduría para encontrar una salida.

Los días pasaron y el miedo se volvió rutina. Cada llamada de Valeria era una mezcla de alivio y angustia: alivio porque seguía viva, angustia porque seguía atrapada. En el pueblo todos sospechaban algo, pero nadie decía nada. «En asuntos de pareja nadie se mete», decían las vecinas mientras barrían la banqueta.

Una tarde, Emiliano llegó a casa furioso. —¡No podemos seguir así! —gritó— ¡Ese cabrón va a matarla! Me abrazó llorando como cuando era niño. Sentí que debía hacer algo más.

Busqué ayuda en la parroquia del barrio. El padre Tomás me escuchó con paciencia y me aconsejó hablar con Valeria sobre buscar apoyo legal o refugios para mujeres maltratadas. Me dio folletos y números de teléfono. Esa noche recé con más fe que nunca.

Finalmente, un domingo por la mañana, Valeria llegó a casa con una maleta pequeña y el rostro desencajado. —No aguanto más, mamá —dijo entre lágrimas—. Anoche me golpeó frente a su madre y ella no hizo nada…

La abracé fuerte y le prometí que no volvería a pasar por eso sola. Llamamos al número del refugio y nos atendieron rápido. Nos explicaron los pasos legales y nos ofrecieron protección temporal. Mauricio vino a buscarla varias veces; gritó afuera de la casa, amenazó con llevarse a Emiliano o hacerme daño si no le entregábamos a Valeria.

Fueron semanas de terror: noches sin dormir, llamadas anónimas, miedo constante a salir a la calle. Pero también fueron semanas de esperanza: mujeres del refugio nos apoyaron, vecinos empezaron a hablar y hasta el padre Tomás organizó una reunión para concientizar sobre la violencia doméstica.

Poco a poco Valeria recuperó su sonrisa. Volvió a trabajar como maestra de primaria y empezó terapia psicológica. Yo seguí rezando cada noche, agradeciendo por cada día sin miedo.

Un día recibimos la noticia: Mauricio había sido detenido tras violar una orden de restricción y agredir a otra mujer en el mercado municipal. Sentí alivio pero también tristeza por todas las mujeres que aún sufren en silencio.

Hoy miro atrás y veo cuánto hemos cambiado. El miedo sigue ahí, como una sombra que nunca desaparece del todo, pero ahora sé que no estamos solas. La fe me sostuvo cuando todo parecía perdido; la oración fue mi refugio cuando el mundo se volvió hostil.

A veces me pregunto: ¿Cuántas madres más están rezando ahora mismo por sus hijas? ¿Cuántas mujeres siguen atrapadas por miedo o vergüenza? ¿Qué podemos hacer como comunidad para romper este ciclo?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Hasta dónde llegarían por proteger a quienes aman?