Entre el Silencio y el Amor: El Día que Decidí Conocer al Novio de mi Hija

—¿Por qué no me lo quieres presentar, Mariana? —le pregunté una vez más, con la voz temblorosa, mientras ella evitaba mi mirada, sentada al borde de la cama, apretando el celular entre las manos.

—Mamá, ya te dije que no es el momento —me respondió, casi en un susurro, como si temiera que las paredes escucharan. Su cabello negro caía sobre su rostro, ocultando unos ojos que yo conocía mejor que los míos propios.

No era la primera vez que discutíamos por esto. Desde hace meses, Mariana llegaba tarde, se encerraba en su cuarto y apenas hablaba conmigo. Yo sentía cómo la distancia crecía entre nosotras, como si una sombra se interpusiera en el hogar que tanto me costó construir después de que su papá nos dejó. Recuerdo cuando era niña y corría a mis brazos después de la escuela, contándome hasta el más mínimo detalle de su día. Ahora, apenas me daba un beso en la mejilla antes de salir corriendo.

Esa noche, después de nuestra discusión, me quedé sentada en la sala, abrazando una taza de café frío. Miré las fotos en la pared: Mariana con su uniforme de primaria, Mariana disfrazada de mariposa en el festival del Día de las Madres, Mariana con su papá en el parque antes de que él se fuera a Estados Unidos y nunca regresara. Sentí un nudo en la garganta. ¿En qué momento se había vuelto una extraña?

Mi hermana Lucía me llamó esa misma noche. Siempre ha sido mi confidente.

—¿Y si solo está asustada? —me dijo—. A lo mejor teme que lo juzgues o que no te guste.

—¿Pero por qué? Yo solo quiero conocerlo, saber quién es ese muchacho que la tiene tan cambiada —le respondí, con rabia y tristeza mezcladas.

Lucía suspiró del otro lado del teléfono.

—Acuérdate cómo éramos nosotras a su edad. ¿No te acuerdas cuando mamá no quería ni que saliéramos al parque con los vecinos?

Me reí un poco, pero el dolor seguía ahí. Sabía que tenía razón. Pero también sabía que algo no estaba bien. Mariana nunca había sido tan reservada conmigo.

Al día siguiente, mientras preparaba el desayuno, escuché a Mariana hablando por teléfono en voz baja en el patio. Me acerqué sin hacer ruido y alcancé a oír:

—No puedo llevarte a mi casa todavía… Mi mamá es muy estricta… Sí, yo también te extraño…

Sentí una punzada de culpa. ¿Era yo la causa de su silencio? ¿Mi miedo a perderla la estaba alejando más?

Decidí hablar con ella esa noche. Preparé su comida favorita: enchiladas verdes como las hacía mi mamá. Cuando llegó, cansada y con ojeras, le serví un plato caliente y me senté frente a ella.

—Mariana, hija… Sé que estás creciendo y tienes derecho a tu privacidad. Pero soy tu mamá y me preocupa no saber nada de tu vida. No quiero controlarte, solo quiero estar cerca de ti —le dije, tratando de sonar calmada.

Ella bajó la mirada y jugueteó con el tenedor.

—No es eso, mamá… Es que… —se quedó callada unos segundos—. Es que no quiero que pienses mal de él.

—¿Por qué pensaría mal? —pregunté suavemente.

—Porque… —su voz se quebró—. Porque él no terminó la prepa. Trabaja en el taller mecánico del papá y… sé que tú quieres algo mejor para mí.

Me quedé callada. No era lo que esperaba oír, pero tampoco era tan grave como imaginaba. Sentí alivio y tristeza al mismo tiempo.

—Mariana, lo único que quiero es que seas feliz y estés segura. No me importa si él trabaja en un taller o es doctor. Lo importante es cómo te trata —le dije, tomando su mano entre las mías.

Ella me miró por fin a los ojos y vi el miedo reflejado en ellos.

—¿De verdad no te vas a enojar?

—Claro que no —mentí un poco; sí sentía miedo, pero más miedo tenía de perderla.

Esa noche dormí poco. Pensé en todas las veces que juzgué a los novios de mis amigas por sus trabajos o su ropa. Pensé en mi propio papá, que fue albañil toda su vida y aun así nos dio todo lo que pudo.

Al día siguiente, Mariana aceptó presentármelo. Me pidió que no hiciera preguntas incómodas ni lo mirara raro. Yo prometí comportarme.

Cuando llegó el sábado, limpié la casa como nunca antes. Lucía vino a ayudarme y hasta trajo un pastel para romper el hielo. A las cinco en punto tocaron la puerta. Mariana entró primero, nerviosa; detrás de ella venía un muchacho moreno, delgado, con manos grandes llenas de grasa y una sonrisa tímida.

—Mamá, él es Daniel —dijo Mariana.

Daniel me saludó con respeto:

—Buenas tardes, señora Rosa. Mucho gusto.

Le ofrecí asiento y le serví agua fresca. Durante la comida intenté relajarme y hacer preguntas sencillas: dónde vivía, si tenía hermanos, qué le gustaba hacer en su tiempo libre. Daniel respondió con sinceridad y humildad. Habló de su familia, del trabajo duro en el taller y de sus sueños: algún día poner su propio negocio.

Vi cómo Mariana lo miraba: con admiración y cariño. Y entendí algo importante: mi hija había encontrado a alguien que la hacía feliz, aunque no fuera el príncipe azul que yo había imaginado para ella.

Después de cenar, Daniel se despidió agradecido. Mariana me abrazó fuerte antes de irse a su cuarto.

Esa noche lloré en silencio. No por tristeza, sino por alivio y por amor. Comprendí que los hijos no son nuestros para siempre; solo los cuidamos un tiempo y luego debemos soltarlos para que vuelen solos.

Días después, Mariana empezó a contarme más cosas sobre Daniel y sobre su vida. Nuestra relación mejoró poco a poco; ya no sentía esa distancia fría entre nosotras.

A veces me pregunto si hice bien en presionarla para conocerlo o si debí esperar a que ella estuviera lista. Pero también sé que el miedo nunca debe ser más grande que el amor.

¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Hasta dónde debemos llegar los padres para proteger a nuestros hijos sin ahogarlos? ¿Cuándo es momento de confiar y dejar ir?