Hablemos, hijo: Un invierno en el corazón de mi familia
—Emiliano, ¿podemos hablar un momento? —le dije, con la voz temblorosa, mientras me quitaba los guantes y el vapor de mi aliento se mezclaba con el aire helado de la pista.
Él apenas me miró, sus mejillas rojas por el frío y la vergüenza. Había estado patinando con sus amigos, riendo como si nada le preocupara, pero yo sabía que algo le pesaba. Lo supe desde que vi su mochila tirada en la sala, desde que escuché a su madre llorar en la cocina la noche anterior.
Ese último día de vacaciones de invierno en Buenos Aires, el sol bajo apenas calentaba la plaza, pero la pista de hielo improvisada estaba llena de familias, chicos y chicas intentando quemar los excesos de las fiestas. Yo también había comido demasiado, pero lo que más me pesaba era el silencio entre Emiliano y yo.
—¿Ahora, papá? —me respondió sin mirarme, fingiendo atarse los cordones del patín.
—Sí, ahora. No podemos seguir así —insistí, sintiendo cómo el corazón me latía en la garganta.
A nuestro alrededor, los gritos y risas de los demás parecían tan lejanos como mi propia juventud. Recordé cuando tenía su edad y mi viejo, Don Rubén, me hablaba con esa misma mezcla de miedo y amor. Pero yo no quería repetir sus errores. No quería que Emiliano creciera pensando que su padre era solo una sombra en la casa.
—¿Por qué no me dijiste nada sobre las notas? —le pregunté en voz baja.
Él se encogió de hombros. —No quería que te enojaras…
—No es enojo, hijo. Es preocupación —le respondí, tratando de no sonar como mi padre.
Vi cómo apretaba los labios, luchando contra las lágrimas. Sentí una punzada en el pecho. ¿En qué momento se había vuelto tan difícil hablar con él? ¿Cuándo dejamos de ser cómplices para convertirnos en extraños?
—Mamá está decepcionada —susurró Emiliano.
—No es decepción. Es miedo —le aclaré—. Miedo a que te pase lo mismo que a mí.
Me miró por fin, con esos ojos oscuros tan parecidos a los míos cuando era joven y creía que podía con todo. Pero yo sabía lo que era perderse en el camino: dejar la escuela por trabajar en la panadería del abuelo, ver cómo los sueños se achicaban entre facturas y cuentas impagas.
—¿Vos también te equivocaste? —me preguntó, casi como un reproche.
Asentí. —Muchas veces. Y todavía me equivoco. Pero siempre intenté volver a empezar.
El viento helado nos envolvía mientras los demás seguían patinando. Vi a su amigo Lautaro caer y reírse, a una madre abrazar a su hija después de un susto. Pensé en mi propia madre, en cómo me abrazaba cuando llegaba tarde del trabajo y no podía ocultar el cansancio ni la tristeza.
—No quiero defraudarlos —dijo Emiliano, bajando la cabeza.
Me acerqué y le puse una mano en el hombro. —No nos defraudás por equivocarte. Nos defraudarías si dejás de intentarlo.
Se quedó callado un rato. El sol empezaba a esconderse detrás de los edificios y las sombras se alargaban sobre el hielo. Sentí que ese era el momento: o hablábamos ahora o seguiríamos distanciándonos hasta no reconocernos más.
—¿Te acordás cuando íbamos juntos a la cancha? —le pregunté, buscando un recuerdo feliz.
Sonrió apenas. —Sí… Siempre gritabas más fuerte que todos.
Reímos los dos. Por un instante, volvimos a ser padre e hijo sin barreras ni reproches.
—¿Por qué cambió todo? —preguntó Emiliano, con una sinceridad que me desarmó.
No supe qué decirle. Tal vez porque creciste demasiado rápido, pensé. Tal vez porque yo también tengo miedo de no saber acompañarte. Pero solo pude responder:
—Porque la vida cambia, hijo. Pero eso no significa que no podamos volver a encontrarnos.
El frío se metía en los huesos, pero sentí una tibieza nueva entre nosotros. Vi cómo Emiliano se limpiaba las lágrimas con la manga del buzo y me miraba con una mezcla de alivio y esperanza.
—¿Me ayudás con las matemáticas esta noche? —preguntó tímido.
—Claro que sí —le respondí, sintiendo que algo se acomodaba dentro mío.
Nos quedamos un rato más viendo cómo caía la tarde sobre la ciudad. Los autos empezaban a encender las luces y las familias recogían sus cosas para volver a casa. Pensé en todo lo que no había dicho antes: cuánto lo amaba, cuánto temía perderlo en ese laberinto de adolescencia y silencios.
Cuando volvimos caminando a casa, Emiliano me contó sobre sus amigos, sobre una chica que le gustaba y sobre sus ganas de aprender guitarra. Yo le hablé de mis sueños frustrados y de cómo todavía podía aprender cosas nuevas si él me enseñaba.
Esa noche, mientras repasábamos juntos las ecuaciones y compartíamos mate con pan casero, sentí que habíamos dado un paso importante. No resolvimos todos nuestros problemas, pero abrimos una puerta para seguir hablando, para no dejar que el miedo ni el orgullo nos separen.
Ahora escribo esto mientras Emiliano duerme en su cuarto y escucho el murmullo lejano del televisor donde mi esposa ve una novela mexicana. Pienso en todos los padres e hijos que se distancian por no animarse a hablar, por no mostrar sus propias heridas.
¿Será que todos tenemos miedo de decepcionar a quienes amamos? ¿O será que solo necesitamos un poco de valor para decir: «Hablemos, hijo»?