La casa de mis sueños, la pesadilla de mis días: Vecinos, gritos y patrullas
—¡Ya basta, don Ernesto! ¡No puede poner la música así a las tres de la mañana!—grité desde mi ventana, con la voz temblorosa y el corazón a mil. El eco de mi reclamo se perdió entre los bajos retumbantes de cumbia villera y los gritos de borrachos que salían del patio vecino. Mi esposa, Mariana, me miraba desde la cama, con los ojos llenos de cansancio y miedo. Nuestra hija, Sofía, apenas de siete años, se tapaba los oídos con la almohada, llorando bajito para no asustarnos más.
Nunca imaginé que mi sueño de tener casa propia en las afueras de Rosario se transformaría en una pesadilla tan real. Cuando firmamos la escritura, Mariana y yo lloramos de alegría: después de años ahorrando, renunciando a vacaciones y lujos, por fin tendríamos un hogar para criar a nuestra hija. Pero nadie nos advirtió que el infierno podía tener forma de vecinos.
La primera vez que llamé a la policía fue por una pelea. Eran las dos de la madrugada y los gritos venían del lado: insultos, portazos, platos rotos. Ernesto y su esposa, Marta, discutían como si quisieran que todo el barrio supiera sus miserias. Esa noche escuché un golpe seco y después un silencio espeso. Me temblaban las manos mientras marcaba el 911.
—¿Está seguro que es violencia doméstica?—me preguntó el operador.
—¡Sí! ¡Por favor, vengan rápido! Hay una nena ahí adentro—respondí, pensando en la pequeña Camila, hija de los vecinos, que siempre jugaba con Sofía en la vereda.
Vinieron dos patrulleros. Ernesto salió a los gritos, insultando a los policías y a mí por «meterme donde no me llamaban». Marta lloraba en silencio, con un ojo morado. Esa noche no dormí. Mariana me abrazó fuerte y me susurró: «¿Qué clase de lugar es este?».
Pero eso fue solo el principio. Las semanas siguientes fueron una sucesión de episodios cada vez más violentos: fiestas interminables, peleas familiares, visitas sospechosas a altas horas de la noche. Una vez encontré una jeringa tirada en la vereda. Otra noche, Ernesto golpeó mi portón porque según él «mi perro le ladraba mucho». Yo ni perro tenía.
Intenté hablar con él en buenos términos:
—Ernesto, mirá… tenemos chicos chicos, necesitamos descansar. ¿Podés bajar un poco la música?
Me miró con desprecio y me escupió cerca del zapato:
—Si no te gusta, andate. Acá siempre fue así.
Mariana empezó a tener ataques de ansiedad. Sofía se orinaba en la cama cada vez que escuchaba gritos o sirenas. Yo me sentía impotente, atrapado entre el sueño roto y la obligación de proteger a mi familia. Mis padres me decían que aguantara, que «en todos lados hay problemas», pero yo sabía que esto era diferente.
Un domingo a la tarde, mientras asábamos unas hamburguesas en el patio, escuchamos un estruendo: una piedra atravesó nuestro ventanal. Corrí afuera y vi a Ernesto riéndose con sus amigos.
—¡Fue sin querer!—gritó burlón.
Llamé otra vez a la policía. Esta vez vinieron rápido porque ya conocían la dirección. Uno de los oficiales me miró con lástima:
—Mire, don Pablo… si quiere le tomamos la denuncia, pero esto es así acá. No hay mucho que podamos hacer si no hay heridos.
Esa frase me quedó retumbando en la cabeza: «Esto es así acá». ¿De verdad tenía que resignarme? ¿Era normal vivir con miedo?
La situación llegó al límite cuando una noche escuchamos disparos. Mariana y yo nos tiramos al piso con Sofía entre nosotros. Los gritos venían del lado; después supimos que era una pelea entre Ernesto y unos tipos del barrio por una deuda de juego. La policía vino otra vez, pero nadie fue preso.
Empecé a buscar casas para alquilar lejos de ahí, aunque eso significara perder todo lo invertido. Mariana lloraba cada vez que hablábamos del tema:
—No es justo… ¿Por qué tenemos que irnos nosotros? ¡Nos costó tanto tener esto!
No supe qué responderle. Yo también sentía rabia e impotencia. Pero cada vez que veía a Sofía temblando ante cualquier ruido fuerte, sabía que no podía seguir así.
Una tarde encontré a Camila sentada en la vereda, sola y despeinada. Tenía moretones en los brazos.
—¿Estás bien?—le pregunté suavemente.
Me miró con ojos grandes y tristes:
—Mi papá dice que ustedes son malos porque llaman a la policía… pero yo sé que no es cierto.
Me arrodillé frente a ella y le prometí que todo iba a estar bien, aunque ni yo mismo lo creía.
El último episodio fue el peor: Ernesto entró borracho a mi patio buscando a su perro (que nunca existió). Mariana gritó tan fuerte que los vecinos de enfrente salieron a mirar. Llamé a la policía por última vez; esta vez sí se lo llevaron esposado porque intentó pegarme con una botella rota.
Esa noche Mariana me abrazó llorando:
—No puedo más, Pablo… No quiero criar a Sofía acá.
Al día siguiente pusimos el cartel de «Se vende» en la reja. Nadie llamó durante meses; todos sabían lo que pasaba en esa cuadra.
Hoy escribo esto desde un departamento pequeño en el centro, lejos del barrio donde creímos ser felices. Perdimos dinero, ilusiones y hasta amigos que no entendieron nuestra decisión. Pero ganamos algo más importante: paz.
A veces paso por nuestra vieja casa y veo el cartel oxidado todavía colgado. Me pregunto si algún día alguien podrá ser feliz ahí o si las paredes guardarán para siempre los gritos y las sirenas.
¿Vale la pena luchar por un sueño cuando todo alrededor conspira para destruirlo? ¿Cuántos más viven atrapados entre el miedo y la resignación? Los leo.