La llamada que lo cambió todo
—¡Agustina, por favor, hablá! ¿Qué pasó? —grité al teléfono, sintiendo cómo mi corazón se aceleraba con cada sollozo que escuchaba del otro lado.
—Ay, Camila… —su voz era apenas un susurro ahogado en lágrimas—. No puedo… no puedo más…
—¿Te peleaste con Marcos? ¿Te hizo algo? Decime, por favor —insistí, mientras mi mente se llenaba de imágenes horribles: un accidente, una pelea, algo irreparable.
—No… peor… —volvió a llorar. El silencio entre nosotras era tan denso que podía sentirlo en el aire de mi pequeño departamento en Rosario.
—¿Peor? ¿Qué puede ser peor? —pregunté, temiendo la respuesta.
—Me engañó, Cami… —dijo finalmente, y sentí que el mundo se detenía por un segundo.
No supe qué decir. Agustina y Marcos eran la pareja perfecta para todos: casados hace siete años, dos hijos hermosos, una casa en Fisherton y domingos de asado con toda la familia. ¿Cómo podía ser?
—¿Con quién? —pregunté, aunque no estaba segura de querer saber la respuesta.
—Con Laura… —susurró. El nombre me golpeó como una cachetada. Laura era nuestra amiga de toda la vida, la que venía a los cumpleaños, la que cuidó a los chicos cuando Agus tuvo dengue el año pasado.
Me quedé muda. Sentí rabia, tristeza y una impotencia enorme. ¿Cómo se hace para consolar a alguien cuando el dolor es tan grande y tan cercano?
—¿Desde cuándo? —logré preguntar.
—No sé… creo que desde hace meses. Encontré mensajes en su celular. Fotos… videos… —Agustina se quebró otra vez.
La escuché llorar durante minutos que parecieron horas. Yo también lloré. Porque la traición no era solo a ella: era a todos nosotros, a nuestra historia compartida, a la confianza ciega que le teníamos a Laura.
—¿Y ahora qué vas a hacer? —le pregunté cuando se calmó un poco.
—No sé… No puedo ni mirarlo. Se fue a lo de su hermano. Los chicos están con mi mamá. No sé cómo seguir…
La acompañé en silencio. Sabía que no había palabras mágicas para ese dolor. Solo podía estar ahí.
Esa noche no dormí. Pensé en mi propia vida, en mi pareja, en lo frágil que es todo cuando uno confía ciegamente. Pensé en Agustina y en cómo la sociedad nos enseña a aguantar, a perdonar por los hijos, por el qué dirán. ¿Pero hasta cuándo?
Al día siguiente fui a verla. La encontré hecha un ovillo en el sillón, con los ojos hinchados y el mate frío sobre la mesa.
—¿Querés hablar? —le pregunté suavemente.
—No sé si puedo… —me dijo—. Siento vergüenza, Cami. ¿Cómo no me di cuenta? ¿Cómo fui tan tonta?
—No sos tonta. Él fue un cobarde y Laura una traidora —le respondí con rabia contenida.
—¿Y si la culpa es mía? Capaz no fui suficiente… capaz me descuidé…
Me arrodillé frente a ella y la miré a los ojos:
—No digas eso nunca más. Vos diste todo por esa familia. Si él te falló es su responsabilidad, no tuya.
Agustina lloró otra vez y me abrazó fuerte. Sentí su temblor y su miedo: miedo al futuro, al juicio de los demás, al dolor de sus hijos cuando supieran la verdad.
Los días siguientes fueron un infierno para ella. Marcos le mandaba mensajes pidiendo perdón, jurando que había sido un error, que la amaba y que quería volver. Laura desapareció del grupo de WhatsApp y nadie volvió a verla por el barrio.
La familia de Agustina presionaba para que lo perdonara:
—Pensá en los chicos —le decía su mamá—. No destruyas tu hogar por una calentura de hombre.
Pero yo veía cómo Agustina se apagaba cada día un poco más. No comía, no dormía, no quería salir ni ver a nadie.
Un viernes a la noche me llamó:
—Cami… necesito que vengas. No quiero estar sola.
Fui corriendo. La encontré sentada en el piso del baño, abrazando una foto de su boda.
—No puedo más —me dijo—. Siento que me morí por dentro.
Me senté a su lado y le tomé la mano:
—No estás sola. Yo estoy acá y te voy a acompañar en lo que decidas.
Esa noche hablamos hasta el amanecer. Hablamos de todo: del amor, del dolor, de las expectativas que nos ponen encima solo por ser mujeres latinas. De cómo nos enseñan a aguantar y callar para no ser «la separada», «la fracasada».
Agustina decidió separarse. Fue un escándalo en la familia y entre los amigos. Muchos dejaron de hablarle; otros la criticaron por «no saber perdonar».
Pero yo vi cómo poco a poco volvió a sonreír. Consiguió trabajo en una librería del centro y empezó terapia. Los chicos se adaptaron mejor de lo que todos pensaban y Marcos terminó mudándose a otra ciudad.
Un año después de aquella llamada, Agustina me invitó a tomar mate al parque Urquiza. La vi llegar con el pelo suelto y una sonrisa nueva:
—Gracias por no soltarme nunca —me dijo—. Sin vos no sé si hubiera podido salir de ese pozo.
La abracé fuerte y sentí orgullo por ella y por todas las mujeres que se animan a romper el silencio y elegir su propia felicidad por encima del qué dirán.
A veces me pregunto: ¿cuántas Agustinas siguen callando por miedo al juicio ajeno? ¿Cuándo vamos a dejar de juzgar y empezar a acompañar?