Le dejamos la casa a nuestro hijo, pero la alquiló: La historia de una familia mexicana
—¿Por qué, Emiliano? ¿Por qué hiciste esto sin decirnos nada?—. Mi voz temblaba, mezclando rabia y decepción, mientras sostenía las llaves de la casa que tanto nos costó conseguir. Mi esposo, Tomás, miraba al suelo, incapaz de sostenerle la mirada a nuestro hijo.
Emiliano, con apenas veintisiete años y esa sonrisa que siempre usaba para salirse con la suya, evitaba mis ojos. —Mamá, no es tan grave. Solo la renté por un tiempo. Necesitaba el dinero para invertir en mi negocio—.
Sentí que el aire se me iba. Esa casa en Iztapalapa era mucho más que ladrillos y cemento; era el sueño de toda una vida de trabajo en la fábrica de Tomás y mis años como enfermera en el IMSS. Cada azulejo lo habíamos elegido juntos, cada grieta tenía una historia. Y ahora, Emiliano la había convertido en un ingreso extra sin siquiera consultarnos.
—¿Y si los inquilinos no cuidan la casa? ¿Y si algo pasa?— pregunté, casi suplicando una explicación que calmara mi corazón.
Él suspiró, cansado. —Mamá, ustedes siempre piensan lo peor. Ya no estamos en los ochenta. Hoy hay que buscarle por todos lados. No quiero vivir atado a una casa; quiero crecer, invertir, arriesgarme.—
Tomás intervino por fin, con esa voz grave que rara vez usaba para regañar: —Te dimos esa casa para que tuvieras un lugar seguro, no para que la convirtieras en un negocio. ¿Eso es lo que significa para ti nuestro esfuerzo?
Emiliano se encogió de hombros. —No lo entienden. Ustedes se mataron toda la vida para tener algo propio y al final apenas y les alcanza para la jubilación. Yo no quiero eso para mí.—
Me dolió más de lo que esperaba. Recordé las noches sin dormir, los turnos dobles, los cumpleaños celebrados con pastel comprado en la tienda porque no había tiempo ni dinero para más. Todo lo hicimos por él.
Esa noche no pude dormir. Tomás y yo discutimos en susurros para no despertar a Emiliano. —¿Y si tiene razón?— me preguntó Tomás, con los ojos llenos de cansancio.—¿Y si nosotros somos los que estamos equivocados?
No supe qué responderle. En mi corazón sentía rabia, pero también miedo: miedo a perder a mi hijo por un conflicto material, miedo a aceptar que el mundo había cambiado y nosotros nos habíamos quedado atrás.
Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Emiliano evitaba estar en casa; salía temprano y regresaba tarde. Yo me refugiaba en mis plantas del patio trasero, regando las bugambilias mientras repasaba una y otra vez la conversación.
Una tarde llegó mi hermana Rosa a visitarme. Al verla, rompí en llanto. —¿Qué hicimos mal?— le pregunté entre sollozos.—Le dimos todo y ahora parece que nada le importa.
Rosa me abrazó fuerte. —No es eso, Lucía. Los hijos no siempre entienden el sacrificio hasta que les toca vivirlo. Pero también hay que dejar que se equivoquen.—
Sus palabras me hicieron pensar en mi propio padre, don Ernesto, que nunca entendió por qué yo quería estudiar enfermería en vez de quedarme en el puesto de tamales familiar. Quizá Emiliano solo estaba buscando su propio camino.
Pero el dolor seguía ahí. Una tarde, mientras preparaba café, escuché a Emiliano hablando por teléfono:
—Sí, ya está rentada… No, mis papás ni enterados… Sí, claro que me van a reclamar, pero ni modo…—
Sentí una punzada en el pecho. No era solo la decisión; era el secreto, la falta de confianza.
Esa noche lo enfrenté de nuevo:
—¿Por qué no confiaste en nosotros? ¿Por qué tuviste que hacerlo a escondidas?
Emiliano bajó la cabeza.—Porque sabía que no iban a entender… Siempre quieren decidir por mí.—
—No queremos decidir por ti— respondí con voz quebrada.—Solo queremos sentir que todo lo que hicimos valió la pena.
Hubo un largo silencio. Tomás se levantó y salió al patio; yo me quedé mirando a Emiliano, buscando en sus ojos al niño que alguna vez fue.
Pasaron semanas antes de volver a hablar del tema. La casa seguía rentada; los inquilinos parecían responsables, pero cada vez que pasaba frente a ella sentía un vacío imposible de llenar.
Un domingo cualquiera, Emiliano llegó temprano con una caja de pan dulce y una noticia:
—Mamá… Papá… El negocio va bien. Gracias al dinero de la renta pude comprar equipo nuevo y ya tengo dos empleados.—
Tomás lo miró serio.—¿Y si el negocio fracasa? ¿Y si pierdes todo?
Emiliano sonrió.—Entonces aprenderé y volveré a empezar… Pero esta vez fue gracias a ustedes.—
No supe si sentirme orgullosa o aterrada. ¿Habíamos hecho bien al darle esa libertad? ¿O habíamos perdido algo irremplazable?
Hoy sigo sin tener todas las respuestas. La casa sigue siendo nuestra en los papeles, pero ya no es el hogar donde crecimos juntos; ahora es parte del riesgo y del sueño de Emiliano.
A veces me pregunto: ¿Hasta dónde debemos llegar los padres para apoyar a nuestros hijos? ¿En qué momento el sacrificio se convierte en carga? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?