Mi hija dice que soy tóxica. Pero yo solo sé amar: La historia de una madre mexicana entre el amor y la incomprensión

—¿Por qué no me contestas los mensajes, Mariana? ¿Por qué no me dices dónde estás? —le grité al teléfono, con la voz quebrada, mientras el vapor de los frijoles hirviendo empañaba la ventana de la cocina. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina y el olor a tierra mojada se mezclaba con mi ansiedad.

No era la primera vez que mi hija me ignoraba. Pero esa noche, sentí que algo se rompía dentro de mí. Mariana, mi única hija, mi razón de existir, llevaba semanas distante. Apenas respondía mis llamadas, y cuando lo hacía, era con monosílabos o con ese tono frío que me hacía sentir como una extraña.

Me llamo Guadalupe y tengo 66 años. Vivo en la colonia Portales, en Ciudad de México. Mi vida ha sido una lucha constante desde que el papá de Mariana nos dejó cuando ella tenía apenas cinco años. Trabajé de costurera, vendí tamales en la esquina y limpié casas para que a mi hija nunca le faltara nada. Todo lo hice por ella. ¿Eso es ser tóxica?

Recuerdo el día en que Mariana me lo dijo por primera vez. Fue hace tres meses, en la sala de su departamento nuevo, ese que consiguió con tanto esfuerzo trabajando en una agencia de publicidad.

—Mamá, tienes que dejarme vivir mi vida. Eres muy invasiva. No puedes estar llamándome cada hora —me dijo sin mirarme a los ojos.

Sentí como si me hubieran dado una bofetada. ¿Invasiva? ¿Yo? Solo quería saber si había comido, si había llegado bien del trabajo, si necesitaba algo. ¿Eso es ser invasiva?

—No lo hago por molestar, hija. Es que me preocupo por ti —le respondí, tratando de no llorar.

—Pero me asfixias, mamá. No puedo respirar —insistió ella.

Me fui de su casa sintiendo un hueco en el pecho. Caminé bajo el sol ardiente de Insurgentes sin rumbo fijo, preguntándome en qué momento mi amor se había convertido en una carga para ella.

Desde entonces, todo cambió. Mariana dejó de venir los domingos a comer pozole conmigo y con mi hermana Rosa. Ya no me mandaba mensajes contándome cómo le había ido en el trabajo o si había conocido a alguien nuevo. Yo llenaba ese silencio con llamadas y mensajes que ella rara vez respondía.

Una tarde, mi hermana Rosa vino a visitarme.

—Lupita, tienes que dejarla ir. Mariana ya es una mujer hecha y derecha —me dijo mientras tejía una bufanda para su nieto.

—¿Y si le pasa algo? ¿Y si necesita algo y yo no estoy ahí? —le respondí, sintiendo las lágrimas arderme en los ojos.

—Tú ya hiciste tu parte. Ahora le toca a ella aprender —me abrazó fuerte.

Pero yo no sabía cómo soltarla. No sabía cómo llenar ese vacío que dejó su ausencia. Mi vida giraba alrededor de ella: sus tareas, sus enfermedades, sus sueños. Ahora que ya no me necesitaba, ¿quién era yo?

Una noche, después de otro intento fallido por hablar con Mariana, me senté frente al altar donde tengo la foto de mi madre y le recé con desesperación.

—Ayúdame a entenderla, mamá. Ayúdame a no perderla —susurré entre sollozos.

Al día siguiente, decidí ir a buscarla a su trabajo. Esperé afuera del edificio bajo la sombra de un árbol hasta que la vi salir con un muchacho alto y sonriente. Se reían juntos y ella parecía feliz. Sentí celos, lo confieso. Celos de ese extraño que podía hacerla sonreír cuando yo solo lograba hacerla enojar.

Me acerqué y ella se sorprendió al verme.

—¿Qué haces aquí, mamá? —preguntó incómoda.

—Solo quería verte… saber que estás bien —le dije bajito.

El muchacho se despidió rápido y Mariana me llevó a una cafetería cercana.

—Mamá, esto no está bien. No puedes venir a mi trabajo así —me dijo molesta.

—Perdóname, hija… es que te extraño mucho —le confesé con la voz temblorosa.

Ella suspiró y se quedó callada un momento.

—Mamá… yo también te quiero. Pero necesito mi espacio. No quiero pelear contigo, pero si sigues así… voy a tener que alejarme más —me advirtió.

Sentí que el mundo se me venía encima. ¿Alejarse más? ¿Cómo podía querer eso?

Esa noche no dormí. Pensé en todas las veces que mi madre me abrazó fuerte cuando yo era niña y le decía que nunca la iba a dejar sola. Pensé en las veces que Mariana se enfermó y yo pasé noches enteras cuidándola sin dormir. Pensé en todo lo que sacrifiqué para darle una vida mejor.

¿En qué momento el amor se volvió asfixia? ¿Cuándo pasé de ser su refugio a ser su cárcel?

Pasaron los días y traté de no llamarla tanto. Me obligué a salir al parque, a platicar con las vecinas, a retomar mis clases de bordado en el centro comunitario. Pero el vacío seguía ahí, como un hueco en el estómago que nada podía llenar.

Un domingo cualquiera, Mariana llegó sin avisar. Traía una bolsa con pan dulce y una sonrisa tímida.

—¿Puedo pasar? —preguntó desde la puerta.

Sentí ganas de correr a abrazarla pero me contuve.

—Claro, hija… pasa —le dije con voz suave.

Nos sentamos juntas en la mesa y por primera vez en mucho tiempo hablamos sin reproches ni lágrimas. Me contó de su trabajo, del muchacho alto (se llama Daniel), de sus planes para viajar a Oaxaca con sus amigas.

—Mamá… sé que te preocupas por mí porque me amas. Pero necesito aprender a vivir sola… igual que tú aprendiste cuando papá se fue —me dijo tomándome la mano.

Lloré en silencio mientras le servía café. Entendí que amar también es soltar un poco; confiar en que lo que sembraste crecerá aunque ya no estés ahí todos los días para verlo.

Ahora trato de amarla sin invadirla. Dejo el teléfono lejos cuando siento ganas de llamarla cada cinco minutos. Aprendo a quererme también a mí misma; a recordar quién era Guadalupe antes de ser solo la mamá de Mariana.

A veces me pregunto: ¿Es posible amar demasiado? ¿Cómo aprendemos las madres latinas a soltar sin sentirnos vacías? ¿Ustedes también han sentido ese miedo profundo a quedarse solas?