“Mi hija dice que soy tóxica. Yo solo la extraño”: La historia de Rosa y Camila

—¿Por qué me llamas así, Camila? ¿Por qué dices que soy tóxica? —le pregunté, con la voz quebrada, mientras ella recogía sus cosas del comedor, evitando mirarme a los ojos.

—Mamá, no puedo respirar. No puedo vivir mi vida si siempre estás encima de mí —me respondió, casi susurrando, como si le pesara cada palabra.

Sentí que el mundo se me venía abajo. Yo, Rosa Martínez, 68 años, madre soltera desde hace más de tres décadas, criada en un barrio popular de Medellín, nunca imaginé escuchar esas palabras de la boca de mi única hija. Camila era mi razón de vivir. Desde que su papá nos dejó —cuando ella tenía apenas cinco años— juré que nunca le faltaría nada. Ni amor, ni comida, ni un techo seguro. Me partí el lomo trabajando en una panadería y limpiando casas ajenas para que ella pudiera estudiar y tener lo que yo nunca tuve.

Recuerdo las noches en que llegaba agotada, con las manos llenas de harina y los pies hinchados, pero feliz porque podía verla dormir tranquila. Le contaba historias inventadas sobre mujeres valientes y le prometía que juntas saldríamos adelante. Cuando Camila se enfermaba, yo era la primera en correr al hospital público, aunque tuviera que esperar horas en urgencias. Cuando lloraba por la ausencia de su padre, yo era su pañuelo y su escudo.

Pero ahora… ahora me dice que soy tóxica. Que no la dejo vivir. ¿En qué momento el amor se volvió asfixia?

Todo empezó hace unos meses, cuando Camila consiguió trabajo en una empresa de tecnología. Yo estaba tan orgullosa de ella. La primera profesional de la familia. Pero también empecé a sentir miedo. Miedo de perderla, de que se alejara como lo hizo su padre. Así que la llamaba todos los días: “¿Ya comiste?”, “¿Cómo te fue hoy?”, “¿Vas a salir esta noche?”, “¿Con quién?”. Al principio me respondía con paciencia, pero luego empezó a contestar con monosílabos o simplemente no respondía.

Una tarde llegó tarde a casa y yo exploté:

—¿Dónde estabas? ¿Por qué no avisaste? ¡Me tenías con el corazón en la mano!

Ella me miró con cansancio y me dijo:

—Mamá, tengo 28 años. No soy una niña. No tienes por qué controlarme así.

Sentí una punzada en el pecho. ¿Controlarla? ¿Eso era lo que hacía? Yo solo quería protegerla. El barrio no es seguro, la ciudad está llena de peligros… ¿Cómo podía quedarme tranquila?

Las discusiones se volvieron frecuentes. Camila empezó a buscar apartamentos para irse a vivir sola. Yo lloraba en silencio por las noches, recordando cuando dormíamos abrazadas en la misma cama porque no teníamos para pagar dos habitaciones.

Un domingo, mientras preparaba arepas para el desayuno, Camila se sentó frente a mí y me dijo:

—Mamá, necesito espacio. Siento que no puedo crecer si sigues decidiendo todo por mí.

—¿Decidir? Solo te doy consejos…

—No, mamá. Me dices cómo vestirme, con quién salir, hasta qué debo comer. Me revisas el celular cuando crees que no me doy cuenta. Eso no es amor, es control.

Me quedé muda. No sabía qué decirle. ¿Acaso estaba equivocada? ¿Era cierto que mi amor se había convertido en una prisión para ella?

Esa noche llamé a mi hermana Lucía y le conté lo que pasaba.

—Rosa, tienes que soltarla —me dijo—. Los hijos no son para siempre. Uno los cría para que vuelen.

Pero ¿cómo soltar a quien es tu única familia? ¿Cómo dejar ir a la persona por la que diste todo?

Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Camila salía temprano y volvía tarde. Apenas cruzábamos palabras. Yo me refugiaba en mis plantas del balcón y en las novelas mexicanas que tanto me gustan, pero nada llenaba el vacío.

Un viernes cualquiera, Camila llegó con una maleta.

—Me voy a vivir sola —dijo sin mirarme—. Ya encontré un apartaestudio cerca del trabajo.

Sentí que me arrancaban el corazón del pecho.

—¿Por qué me haces esto? —le pregunté entre lágrimas—. ¿No te basta con todo lo que hice por ti?

Ella también lloró.

—Te amo, mamá. Pero necesito aprender a ser yo misma. No quiero perderte, pero tampoco quiero perderme a mí.

La abracé fuerte, como cuando era niña y tenía miedo de los truenos. Le pedí perdón por no haber entendido antes.

Ahora la casa está más silenciosa que nunca. A veces paso horas mirando su cuarto vacío y preguntándome si hice bien o mal. Me esfuerzo por no llamarla todos los días; solo le mando mensajes cortos: “Te quiero”, “Cuídate”. Ella responde con corazones o fotos de su nueva vida.

He empezado a ir al parque con otras señoras del barrio y a tomar clases de pintura en el centro cultural. Poco a poco aprendo a vivir para mí también.

Pero cada noche me pregunto: ¿En qué momento el amor se convierte en una carga? ¿Cómo se aprende a soltar sin dejar de amar?

¿Ustedes también han sentido ese miedo de perder a sus hijos? ¿Hasta dónde llega el amor y dónde empieza el control?