Mi hijo no será el anfitrión: Un choque de generaciones en la mesa familiar

—¿Y entonces, Mariana? ¿Ya pensaste en el menú para el domingo? —La voz de mi suegra, Doña Carmen, retumbó en la cocina como una campana de iglesia. Yo sostenía la taza de té con ambas manos, tratando de ocultar el temblor de mis dedos.

—No sé si este domingo sea buena idea, Carmen. Santiago ha estado muy cansado y yo también tengo mucho trabajo —respondí, midiendo cada palabra, como si fueran monedas de oro.

Ella me miró por encima de sus lentes, con esa mezcla de lástima y reproche que sólo las suegras mexicanas saben perfeccionar. —Ay, Mariana, en mis tiempos uno no se quejaba tanto. Yo crié a cuatro hijos y nunca faltó comida caliente en la mesa. ¿Qué va a decir la familia si tu casa no es el punto de reunión?

Sentí cómo la sangre me subía a la cara. No era la primera vez que discutíamos sobre esto. Desde que me casé con Santiago, hace siete años, la expectativa era clara: yo debía ser la anfitriona perfecta, la mujer que sostiene a todos con una sonrisa aunque por dentro se esté desmoronando. Pero yo no era Doña Carmen. Yo tenía un trabajo, sueños propios y un cansancio que no se curaba con dormir ocho horas.

Santiago entró justo en ese momento, con la corbata floja y el rostro agotado. —¿Todo bien aquí? —preguntó, sin mirar a nadie directamente.

—Tu esposa dice que no quiere recibir a la familia este domingo —dijo su madre, como quien anuncia una tragedia nacional.

Él me miró, buscando una respuesta fácil. Pero yo sólo pude bajar la vista. ¿Por qué tenía que ser siempre yo? ¿Por qué nadie le pedía a Santiago que cocinara o limpiara? ¿Por qué el peso de la tradición caía sobre mis hombros?

Esa noche, mientras lavaba los platos, sentí las lágrimas correr por mis mejillas. Santiago se acercó y me abrazó por detrás.

—No tienes que hacerlo si no quieres —susurró.

—Pero tú tampoco dices nada —le reproché—. Siempre soy yo la mala.

Él suspiró. —Es complicado, Mariana. Mi mamá es así…

—¿Y yo qué? ¿No cuento? —le interrumpí, soltando el plato en el fregadero con más fuerza de la necesaria.

El silencio se instaló entre nosotros como un muro invisible. Me fui a dormir con el corazón apretado y la mente llena de preguntas.

Al día siguiente, en el trabajo, no podía concentrarme. Mi compañera, Lucía, notó mi distracción.

—¿Otra vez problemas con la suegra? —preguntó, medio en broma.

Asentí. —No entiendo por qué siempre esperan que yo lo haga todo. Como si ser mujer fuera sinónimo de sacrificio eterno.

Lucía me tomó la mano. —Eso no va a cambiar si tú no lo cambias primero.

Sus palabras me acompañaron toda la semana. Pensé en mi madre, en cómo ella también se desvivía por todos y nunca se quejaba. Pensé en mi abuela, que murió joven de tanto trabajar para otros. ¿Era ese el destino que me esperaba?

El sábado por la noche, Santiago y yo tuvimos una conversación larga y dolorosa.

—¿Por qué no le dices tú a tu mamá que este domingo no vamos a recibir a nadie? —le pedí.

Él dudó un momento, pero al final asintió. Al día siguiente, cuando Doña Carmen llamó para confirmar los detalles del almuerzo, Santiago tomó el teléfono.

—Mamá, este domingo no vamos a poder recibirlos. Mariana y yo necesitamos descansar —dijo con voz firme.

Del otro lado hubo un silencio largo y luego un suspiro resignado. —Bueno… si así lo decidieron…

Colgó sin despedirse. Santiago me miró como esperando una explosión, pero yo sólo sentí alivio.

Sin embargo, la paz duró poco. El lunes siguiente, Doña Carmen llegó sin avisar a nuestra casa. Traía una olla de mole y una expresión dura.

—Vengo a ayudarles —anunció—. Porque parece que aquí nadie puede con nada si no estoy yo.

La tensión era tan densa que casi podía cortarse con un cuchillo. Me senté frente a ella y respiré hondo.

—Carmen, agradezco tu ayuda, pero necesito que entiendas algo: yo también trabajo y estoy cansada. No puedo ser la anfitriona perfecta todo el tiempo.

Ella me miró fijamente. Por un momento pensé que iba a gritarme o a llorar. Pero sólo bajó la mirada y murmuró:

—En mi época no teníamos opción…

—Ahora sí la tenemos —le respondí suavemente—. Y quiero que mi hijo vea eso también.

Doña Carmen se quedó callada un rato y luego empezó a servir el mole en silencio. No fue una reconciliación mágica ni un final feliz de telenovela. Pero fue un comienzo.

Esa noche, mientras cenábamos los tres juntos, sentí algo parecido a la esperanza. Quizás algún día las cosas cambiarían de verdad. Quizás mi hijo crecería viendo que su mamá no era sólo la sombra silenciosa detrás del fogón.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres más siguen cargando con todo por miedo al qué dirán? ¿Cuándo aprenderemos a decir basta sin sentirnos culpables?