“Quiero el divorcio”: El instante que partió mi vida en dos
—Quiero el divorcio, Mariana. Ya no puedo más.
La voz de Andrés retumbó en la cocina, rebotando entre las paredes descascaradas y los platos sucios del desayuno. Sentí que el aire se volvía denso, imposible de respirar. Mi hija Camila, de catorce años, estaba en su cuarto, probablemente escuchando música para no oír nuestras discusiones. Yo me quedé inmóvil, con la taza de café temblando en mis manos.
—¿Qué dijiste? —pregunté, aunque había escuchado cada sílaba como un golpe seco.
Andrés no me miró. Se quedó de pie junto a la puerta, con la mochila del trabajo colgando del hombro. Su rostro era una máscara de cansancio y resignación.
—No quiero seguir fingiendo. Ya no somos felices. No quiero que Camila crezca viendo esto —dijo, señalando el espacio entre nosotros, como si pudiera señalar el vacío que nos separaba desde hacía años.
Sentí que todo lo que habíamos construido —la casa pequeña en Iztapalapa, los domingos de pozole con mi suegra, las noches de desvelo cuidando a Camila cuando tenía fiebre— se desmoronaba en ese instante. Recordé las palabras de mi mamá: “Mija, uno nunca termina de conocer a la gente. Pero pase lo que pase, tú eres fuerte.”
No lloré. No grité. Solo sentí un frío que me calaba los huesos.
Esa noche, mientras Camila dormía, llamé a mi mamá. Su voz al otro lado del teléfono era un bálsamo y una herida al mismo tiempo.
—¿Qué vas a hacer, hija? —me preguntó.
—No sé, mamá. Tengo miedo. No quiero perderlo todo… pero tampoco quiero vivir así.
—Piensa en ti y en tu hija. No te olvides de quién eres, Mariana.
Colgué y me quedé mirando el techo, escuchando los ruidos del barrio: los perros ladrando, el reggaetón lejano, el camión de la basura pasando a medianoche. ¿Cómo se sigue adelante cuando la vida se parte en dos?
Los días siguientes fueron una mezcla de rutina y caos. Andrés empezó a dormir en el sillón. Camila evitaba mirarnos a los ojos. En la escuela, las mamás me preguntaban si estaba bien; yo sonreía y decía que sí, aunque por dentro sentía que me ahogaba.
Una tarde, Camila llegó llorando. Había escuchado a unas compañeras decir que sus papás se iban a separar.
—¿Es cierto lo que dicen? ¿Te vas a separar de mi papá? —me preguntó con los ojos llenos de miedo.
La abracé fuerte.
—No sé qué va a pasar, hija. Pero pase lo que pase, siempre vamos a estar juntas.
Esa noche Andrés y yo hablamos por última vez como pareja. Discutimos sobre dinero, sobre quién se quedaría con la casa, sobre los fines de semana con Camila. Él estaba decidido; yo solo quería entender en qué momento dejamos de ser nosotros.
—¿Hay otra mujer? —le pregunté al fin.
Andrés bajó la mirada.
—No es eso… Es todo. Me siento vacío. Perdido. No sé quién soy contigo.
Me dolió más su tristeza que su traición. Porque yo también me sentía perdida desde hacía mucho tiempo.
El proceso del divorcio fue lento y doloroso. Tuvimos que ir al juzgado de lo familiar en el centro; las filas eternas, los papeles que nunca estaban completos, los abogados que hablaban como si uno fuera invisible. Mi mamá me acompañaba siempre que podía; me llevaba tamales y café para aguantar las horas de espera.
En el barrio empezaron los rumores. Que si Andrés tenía otra familia en Neza, que si yo lo había corrido por celosa. Las vecinas cuchicheaban cuando salía a tender la ropa. Aprendí a ignorarlas; tenía cosas más importantes en qué pensar.
Camila empezó a sacar malas calificaciones. Una tarde la encontré llorando en el baño.
—No quiero que se separen —me dijo entre sollozos—. ¿Por qué no pueden intentarlo otra vez?
No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle a una niña que a veces el amor no basta?
Un domingo fui a ver a mi mamá al mercado donde vende flores desde hace treinta años. Me senté junto a ella entre los ramos de cempasúchil y las cubetas llenas de agua fría.
—¿Tú alguna vez pensaste en dejar a mi papá? —le pregunté.
Ella suspiró y me miró con esos ojos cansados pero llenos de vida.
—Muchas veces, hija. Pero cada quien sabe hasta dónde aguanta. Lo importante es no perderse una misma por nadie.
Sus palabras me dieron fuerza. Decidí buscar trabajo extra para poder pagar la casa sola. Empecé a vender postres en la escuela de Camila y a limpiar casas los fines de semana. Había días en que sentía que no podía más; pero cada vez que veía a mi hija dormir tranquila, recordaba por qué seguía luchando.
El día que firmamos el divorcio llovía fuerte. Andrés y yo salimos del juzgado sin mirarnos. Me subí al microbús rumbo a casa y sentí una mezcla extraña de alivio y tristeza.
Esa noche Camila se acercó mientras yo lavaba los trastes.
—¿Ahora qué va a pasar con nosotras? —me preguntó bajito.
La abracé y le respondí:
—Vamos a estar bien, hija. Vamos a salir adelante juntas.
Hoy han pasado dos años desde ese día. Andrés ve a Camila cada quince días; ya casi no hablamos, pero hemos aprendido a convivir por ella. Yo sigo trabajando duro; logré terminar la prepa abierta y ahora sueño con poner mi propio negocio de pasteles.
A veces me pregunto si hice lo correcto; si debí luchar más por mi matrimonio o si fue mejor dejarlo ir antes de perderme a mí misma por completo.
¿Ustedes qué harían? ¿Hasta dónde vale la pena luchar por una relación antes de elegir tu propia paz?