Si no te sientas a la mesa con mi familia, al menos cocina y pon la mesa, ¡y luego vete!
—¡Si no te vas a sentar a la mesa con mi familia, al menos cocina y pon la mesa, y luego vete!— me gritó Julián desde la puerta de la cocina, su voz retumbando como un trueno en la casa de su mamá, en pleno barrio San Martín de Córdoba.
Sentí que el cuchillo se me resbalaba de las manos y cayó al piso con un estrépito. El olor a cebolla frita se mezcló con el ardor en mis ojos, pero no era por la cebolla. Era por las lágrimas que me quemaban desde adentro. Me quedé quieta, mirando el piso, mientras escuchaba las risas y voces de su familia en el comedor. Nadie se imaginaba lo que pasaba en esa cocina.
Hace seis meses, durante el cumpleaños de su hermana Lucía, todo se rompió. Fue una pelea absurda, pero en mi corazón quedó una herida profunda. Su mamá, doña Marta, me había dicho delante de todos: “Vos nunca vas a ser parte de esta familia, Rocío. No sos como nosotros”. Y Julián… Julián se quedó callado. No me defendió. Desde entonces, evité cualquier contacto con ellos. Pero él insistía en que debía estar presente, aunque fuera solo para cumplir.
—¿Por qué tengo que hacer esto?— le pregunté esa tarde, mientras cortaba papas para la ensalada rusa.
—Porque es lo que hace una buena esposa— respondió él, sin mirarme a los ojos.
Me mordí el labio para no gritarle que yo también tenía dignidad. Que no era una sirvienta ni una sombra. Que dolía ser invisible en mi propia vida.
La presión social en mi barrio es fuerte. Las mujeres deben ser sumisas, serviciales, siempre sonrientes. Mi mamá me lo decía desde chica: “Aguantá, hija. Así es la vida de casada”. Pero yo no quería esa vida. Yo quería respeto.
Esa tarde, mientras ponía los platos sobre la mesa larga del comedor, sentí las miradas de Lucía y doña Marta clavándose en mi espalda. Susurraban cosas entre ellas. Me imaginé lo que decían: que era una malagradecida, que Julián merecía algo mejor.
Cuando terminé de acomodar todo, Julián se acercó y me susurró al oído:
—Ahora andate. No quiero problemas hoy.
Me temblaron las piernas. Salí por la puerta trasera y caminé hasta la plaza del barrio. Me senté en un banco y miré a los chicos jugar a la pelota. Pensé en mi papá, que siempre me decía que nunca dejara que nadie me pisoteara. ¿En qué momento me convertí en esto?
Las horas pasaron lentas. El sol empezó a caer y el frío se metió bajo mi abrigo barato. No tenía ganas de volver a esa casa, pero tampoco tenía adónde ir. Mi hermana vive lejos y mis amigas ya no me llaman porque siempre les cancelo los planes por culpa de Julián y su familia.
Cuando regresé, la casa estaba en silencio. Julián estaba sentado en el sillón, mirando el celular.
—¿Ya volviste?— dijo sin levantar la vista.
—Sí— respondí apenas.
—Mamá dice que te agradece por ayudar con la comida— agregó, como si eso fuera suficiente para borrar todo lo demás.
Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Me miré al espejo: los ojos hinchados, el pelo desordenado, la piel pálida. ¿Quién era esa mujer?
Al día siguiente, Julián actuó como si nada hubiera pasado. Me habló del partido de Belgrano y de su trabajo en la ferretería. Yo apenas respondía con monosílabos. Por dentro, sentía que algo se había roto para siempre.
Una semana después fue el aniversario de bodas de sus padres. Otra vez la misma historia: “Rocío, tenés que venir aunque sea para ayudar con la comida”.
Me negué. Por primera vez le dije que no.
—¿Qué te pasa? ¿Te creés mejor que nosotros?— gritó Julián furioso.
—No me creo mejor. Solo quiero respeto— respondí temblando.
Esa noche dormimos espalda contra espalda. Sentí el peso del silencio llenando la habitación.
Los días siguientes fueron una tortura. Julián apenas me hablaba y cuando lo hacía era para reprocharme mi actitud. Su mamá me mandó un mensaje: “No te preocupes si no querés venir más. Acá nadie te necesita”.
Me sentí sola como nunca antes.
Empecé a salir a caminar por las tardes para despejarme. Un día me crucé con Ana, una vecina de toda la vida.
—Te ves cansada, Rocío— me dijo con ternura.
No pude evitarlo y le conté todo entre lágrimas.
—No estás sola— me dijo ella tomándome la mano—. Hay muchas mujeres como vos en este barrio. No tenés por qué aguantar lo que no te hace bien.
Sus palabras fueron un bálsamo para mi alma herida.
Empecé a ir a un grupo de mujeres en la parroquia del barrio. Compartíamos historias parecidas: suegras controladoras, maridos indiferentes, familias que exigían más de lo que daban.
Un día llegué a casa y encontré a Julián esperándome con cara seria.
—¿Dónde estabas?— preguntó seco.
—En el grupo de mujeres de la parroquia— respondí firme.
—¿Ahora vas a andar contando nuestras cosas por ahí?— gritó furioso.
Por primera vez no bajé la cabeza.
—No estoy contando nada tuyo. Estoy buscando ayuda para mí— le dije mirándolo a los ojos.
Se quedó callado unos segundos y luego salió dando un portazo.
Esa noche dormí tranquila por primera vez en meses.
Las semanas pasaron y cada vez fui más fuerte. Empecé a trabajar medio tiempo en una panadería del barrio. Volví a hablar con mi hermana y mis amigas. Sentí que recuperaba pedacitos de mí misma que había perdido entre ollas y platos ajenos.
Julián seguía igual: frío, distante, atrapado entre su familia y su orgullo. A veces pienso que nunca va a cambiar. Pero yo sí cambié.
Hoy es domingo y escucho los fuegos artificiales del club cerca de casa. Sé que hay reunión familiar otra vez en lo de doña Marta. No voy a ir ni voy a cocinar para ellos. Hoy cocino para mí.
Me miro al espejo y sonrío apenas: “¿Cuántas mujeres más estarán pasando por esto sin animarse a decir basta? ¿Cuándo vamos a dejar de ser invisibles en nuestras propias vidas?”