Ya no abro la puerta
—¡Mamá, por favor! ¡Ábreme! —La voz de Santiago retumba en la puerta de metal, cada golpe suyo es un eco en mi pecho. Me aferro a la taza de café frío, sentada en el sillón, de espaldas a la entrada. Mis manos tiemblan tanto que el líquido tiembla como si fuera un terremoto diminuto. Afuera, la lluvia golpea el techo de lámina y el motor del viejo Chevy sigue caliente en el patio. No puedo moverme. No puedo abrirle.
—¡Sé que estás ahí! ¡No me hagas esto otra vez! —grita Santiago, y siento que cada palabra es un reproche que me atraviesa.
Cierro los ojos y me repito: “No puedo. No puedo”. Pero su voz es la de un niño perdido, aunque ya tenga veintitrés años y la barba descuidada. Recuerdo cuando era pequeño y me buscaba entre las sábanas después de una pesadilla. Ahora soy yo la que tiene miedo de los monstruos, pero los monstruos viven aquí adentro.
El reloj marca las 11:47 de la noche. Hace dos horas que Santiago llegó borracho, gritando, pateando la puerta como tantas otras veces. Hace dos horas que decidí no abrirle nunca más. Pero ahora, en su voz, hay algo distinto: desesperación, no rabia. ¿Y si le pasa algo? ¿Y si se va y no vuelve?
—¡Mamá! ¡Te lo suplico! —Su voz se quiebra.
Me levanto tambaleando, acerco el oído a la puerta. Siento su respiración agitada al otro lado. Me imagino su cara: los ojos rojos, la frente sudada, los labios partidos. ¿En qué momento se rompió todo? ¿Cuándo dejé de ser su refugio para convertirme en su enemiga?
Mi hermana Lucía siempre me decía: “No lo consientas tanto, Helena. Los hombres aquí en Veracruz se malacostumbran”. Pero yo no podía evitarlo. Después de que su papá nos dejó por otra mujer y se fue a Monterrey, Santiago era lo único que tenía. Trabajé limpiando casas ajenas, vendí tamales en la esquina, hice lo que fuera para que él tuviera lo que necesitaba. Pero nunca fue suficiente.
—¡Mamá! ¡Por favor! —El llanto ahogado me parte el alma.
Me acuerdo de la última vez que le abrí así, una noche igual de lluviosa. Entró tambaleándose, tiró una silla y me gritó cosas horribles. Me insultó, me culpó por todo lo malo de su vida: por el abandono de su padre, por la pobreza, por no haber podido estudiar más allá del bachillerato. Yo solo lloré en silencio mientras él rompía mi jarrón favorito.
Después se fue a dormir y al día siguiente no recordaba nada. Me pidió perdón con flores robadas del jardín del vecino. Yo lo perdoné porque es mi hijo, porque no sé hacer otra cosa.
Pero hoy… hoy ya no puedo más.
—Santiago —digo apenas en un susurro—, vete a dormir a casa de tu tía Lucía. No puedo abrirte esta noche.
—¡No! ¡No me hagas esto! ¡Eres mi mamá! —Su voz se vuelve rabiosa otra vez.
Siento el miedo subiendo por mi garganta como bilis amarga. ¿Y si rompe la puerta? ¿Y si entra y esta vez no me puedo defender? Nadie sabe lo que pasa aquí adentro. En la calle somos la familia normal: yo con mi mandil y él con su uniforme de repartidor de gas. Nadie sabe que por las noches el alcohol lo convierte en otro hombre.
La vecina, doña Remedios, dice que es culpa mía por haberlo criado sola. Que los hombres necesitan mano dura. Pero yo solo quería darle amor.
—¡Mamá! ¡Te odio! —grita Santiago y escucho cómo patea el portón con todas sus fuerzas.
Me tapo los oídos y lloro en silencio. Siento vergüenza de mí misma, vergüenza de mi hijo, vergüenza de esta casa que ya no es hogar sino cárcel.
De pronto todo queda en silencio. Solo se escucha la lluvia y mi respiración entrecortada. Me acerco a la ventana y lo veo sentado en el escalón, empapado, con la cabeza entre las manos. Por un momento quiero salir corriendo y abrazarlo como cuando era niño. Pero algo dentro de mí me detiene: el miedo, el cansancio, la certeza de que si cedo otra vez nunca voy a poder salir de este círculo.
Recuerdo cuando mi mamá me decía: “Los hijos son prestados, Helena”. Yo no lo entendía hasta ahora. Siento que lo he perdido para siempre.
El teléfono vibra: es Lucía.
—¿Helena? ¿Está contigo Santiago? —pregunta preocupada.
—Sí… está afuera —respondo con voz temblorosa.
—¿Otra vez llegó tomado?
—Sí…
—No le abras —dice firme—. Si le abres hoy, mañana será peor.
Cuelgo sin responderle. Me siento traidora por escucharla pero también aliviada porque alguien entiende mi miedo.
Santiago sigue ahí afuera. La lluvia arrecia y yo sigo sin moverme. Me pregunto si alguna vez podré volver a confiar en él, si alguna vez podré volver a abrir esa puerta sin miedo.
Pienso en todas las madres que viven lo mismo en silencio: las que esconden los moretones con maquillaje, las que inventan excusas para justificar a sus hijos o esposos violentos, las que prefieren callar antes que ser juzgadas por la familia o los vecinos.
La madrugada avanza y Santiago finalmente se levanta tambaleando y se aleja bajo la lluvia. Lo veo perderse entre las sombras del callejón y siento un vacío enorme en el pecho.
Me siento en el piso junto a la puerta cerrada y lloro hasta quedarme dormida.
Al amanecer, encuentro una nota arrugada bajo la puerta:
“Mamá, perdóname. No sé qué me pasa. Te quiero”.
La leo una y otra vez mientras el sol entra tímido por la ventana.
¿En qué momento dejamos de ser familia para convertirnos en extraños? ¿Cuántas puertas cerradas hacen falta para romper un ciclo de dolor?
¿Ustedes también han sentido miedo de alguien a quien aman? ¿Hasta cuándo una madre debe resistir antes de salvarse a sí misma?