El día que la esperanza se sentó en la mesa 7
—¿Mesa siete ya pidió postre? —preguntó Don Ernesto, el dueño, con su voz ronca de siempre, mientras yo trataba de equilibrar tres platos de milanesa con papas fritas en una sola mano.
—Todavía no, jefe. Pero el señor pidió otra limonada —le respondí, apurada, porque la noche estaba a tope y los pedidos no paraban de salir.
Era jueves, uno de esos días en que el restaurante El Buen Sabor se llenaba de familias, parejas y obreros que venían a cenar después de una jornada larga. Yo llevaba seis horas corriendo entre mesas, con los pies adoloridos y la cabeza en otro lado. Pensaba en mi mamá, que desde hacía meses luchaba contra una enfermedad rara, y en mi hijo Matías, que me esperaba en casa con la vecina porque yo no podía pagarle a una niñera.
La mesa siete era distinta esa noche. Un hombre solo, de unos cincuenta años, camisa celeste y mirada cansada. No era cliente habitual. Pidió un plato sencillo: sopa de pollo y pan casero. Lo atendí con la misma sonrisa que me esfuerzo en mantener aunque por dentro esté hecha trizas.
—¿Todo bien con la sopa? —le pregunté al pasar.
—Deliciosa, gracias. ¿Hace mucho que trabajás acá? —me respondió, mirándome a los ojos como si realmente le importara.
—Desde hace tres años. Es lo que hay —le dije, encogiéndome de hombros.
Él asintió y volvió a mirar por la ventana. Afuera llovía fuerte; adentro, el bullicio era como un refugio contra la tormenta. Cuando terminé mi turno, fui a limpiar su mesa. El hombre ya se había ido. Sobre el plato vacío dejó la cuenta doblada y un billete de cien pesos encima. Pensé: «Bueno, al menos una buena propina para terminar el día».
Pero cuando abrí la cuenta, casi me desmayo. Había una nota escrita con letra apurada: «Gracias por tu dedicación. Que nunca te falte esperanza». Y junto a la nota… veinticinco billetes de cien dólares. ¡Dos mil quinientos dólares! Sentí que el corazón se me salía del pecho.
Corrí a la cocina gritando:
—¡Don Ernesto! ¡Vengan todos!
Mis compañeros dejaron lo que estaban haciendo y se acercaron. Les mostré el dinero y la nota. Nadie podía creerlo.
—¿Estás segura que no es una broma? —preguntó Lucía, mi amiga y compañera de fatigas.
—No sé… pero esto es real —dije, con las manos temblorosas.
Don Ernesto se quedó callado un momento y luego dijo:
—Ese hombre vino hace años, cuando recién abrimos. Siempre fue generoso… pero esto…
Esa noche no dormí. Pensé en todo lo que podía hacer con ese dinero: pagar las medicinas de mamá, comprarle zapatos nuevos a Matías, saldar las cuentas atrasadas de luz y gas. Pero también pensé en mis compañeros, que como yo luchan cada día para sobrevivir en este país donde todo cuesta el doble.
Al día siguiente, reuní a todos antes de abrir el restaurante.
—Quiero compartir esto con ustedes —les dije—. Todos estamos pasando momentos difíciles. Este regalo es para todos.
Algunos lloraron, otros me abrazaron fuerte. Don Ernesto me miró con orgullo y me dijo:
—Eso es lo que nos hace familia aquí.
La noticia corrió rápido por el barrio. Algunos decían que era un milagro; otros, que seguro había una cámara escondida y todo era parte de un programa de televisión. Pero no era así. El hombre nunca volvió. Su gesto quedó como un misterio hermoso.
Esa semana pagué las cuentas atrasadas de mi casa y llevé a mamá al médico privado por primera vez en meses. Matías tuvo su primer par de zapatillas nuevas en mucho tiempo y Lucía pudo comprarle los remedios a su hija asmática.
Pero lo más importante fue lo que cambió dentro mío: esa sensación de que todavía hay gente buena, capaz de dar sin esperar nada a cambio. En un país donde la inflación nos ahoga y la desconfianza crece cada día, ese acto de generosidad fue como un faro en medio de la tormenta.
A veces me pregunto quién era ese hombre realmente. ¿Por qué eligió ayudarme justo a mí? ¿Cuántas vidas habrá tocado sin que nadie lo sepa?
Hoy sigo trabajando en El Buen Sabor, corriendo entre mesas y sonriendo aunque duela. Pero cada vez que limpio la mesa siete, miro por la ventana esperando ver al hombre de la camisa celeste regresar algún día.
¿Será que todavía existen milagros en medio de tanta crisis? ¿O somos nosotros los que debemos aprender a ser milagros para otros?