En el Espejo de la Ciudad: La Lucha Invisible de Mariana, Lucía y Patricia

—¿Otra vez llegaste tarde, Mariana? —La voz de mi madre me atraviesa como un cuchillo mientras cierro la puerta con cuidado, intentando no hacer ruido. Pero en esta casa, nada pasa desapercibido.

—Estaba con Lucía y Patricia, ma. Solo estábamos estudiando —miento, porque la verdad es que estábamos sentadas en el parque, mirando las luces de la ciudad y preguntándonos si algún día seríamos más que lo que esperan de nosotras.

Mi nombre es Mariana Torres. Tengo 28 años y vivo en un departamento pequeño en el centro de Quito con mi madre y mi hermano menor. Trabajo en una oficina de abogados donde soy invisible; nadie recuerda mi cumpleaños ni me pregunta cómo estoy. Lucía, mi mejor amiga desde la secundaria, es enfermera en un hospital público. Patricia, la tercera en nuestro grupo, vende cosméticos por catálogo y sueña con abrir su propio salón de belleza. Las tres compartimos algo más que la amistad: una sensación constante de no ser suficientes.

Esa noche en el parque, Lucía rompió el silencio:

—¿Alguna vez sienten que estamos viviendo la vida de alguien más? Como si todo estuviera escrito y solo tuviéramos que seguir el guion.

Patricia suspiró, mirando sus manos llenas de anillos baratos:

—A veces pienso que si desapareciera mañana, nadie lo notaría. Ni siquiera mi mamá. Solo le importan mis ventas del mes.

Yo no dije nada. Sentí un nudo en la garganta. Recordé las veces que mi jefe me ignoró en las reuniones, o cuando mi madre me comparó con mi prima Valeria, la ingeniera exitosa que vive en Guayaquil.

La presión es constante. En la oficina, los hombres hacen chistes sobre las mujeres que «no aguantan el ritmo». En casa, mi madre repite que una mujer sin pareja está incompleta. En las redes sociales, todas parecen tener vidas perfectas: viajes a Cartagena, novios atentos, cuerpos esbeltos. Yo solo tengo mis dudas y mis amigas.

Un día, Lucía llegó llorando al parque. Había perdido un paciente esa mañana y su jefe le gritó frente a todos.

—Me dijo que soy una inútil —sollozó—. Que seguro no tengo hijos porque no sé cuidar ni a una planta.

Patricia la abrazó fuerte. Yo sentí rabia. ¿Por qué siempre nos hacen sentir menos? ¿Por qué tenemos que demostrar el doble para recibir la mitad?

Esa noche decidimos hacer algo diferente. Patricia propuso que cada una escribiera una carta a sí misma, recordando sus logros y lo que valen como personas. Nos reímos al principio, pero al llegar a casa, me senté frente al espejo y lloré. No pude escribir ni una línea.

Al día siguiente, Patricia llegó con los ojos hinchados.

—Mi mamá encontró la carta —dijo—. Me gritó que deje de perder el tiempo con tonterías y que mejor ayude a pagar las cuentas.

Lucía intentó animarla:

—No le hagas caso. Tú vales mucho más de lo que ella cree.

Pero yo sabía que las palabras duelen más cuando vienen de quienes más amamos.

Pasaron los meses y todo empeoró. Lucía fue acusada injustamente de un error médico y suspendida sin sueldo. Patricia tuvo que vender su celular para pagar el alquiler. Yo fui despedida porque «la empresa está recortando personal» —pero todos los hombres se quedaron.

Nos reunimos en el parque una última vez. Nadie tenía ganas de hablar. El silencio era pesado, como si el aire mismo nos juzgara.

—¿Y si nos vamos? —dije de pronto—. ¿Y si dejamos todo atrás?

Lucía me miró con lágrimas en los ojos:

—¿A dónde iríamos? Aquí tampoco tenemos nada, pero al menos estamos juntas.

Patricia sacó una foto vieja de las tres en la playa:

—Éramos felices entonces. Antes de que todo se complicara.

Esa noche tomé una decisión. Fui a casa y enfrenté a mi madre:

—Mamá, ya no puedo seguir viviendo así. No soy Valeria ni quiero serlo. Quiero encontrar mi propio camino.

Ella me miró como si no entendiera:

—¿Y qué vas a hacer? ¿Irte a vivir sola? ¿Trabajar de qué?

No tenía respuestas. Solo sabía que no podía seguir siendo invisible.

Al día siguiente busqué trabajo en cafeterías, tiendas, cualquier lugar donde pudiera empezar de nuevo. Lucía consiguió un puesto en una clínica pequeña fuera de la ciudad. Patricia empezó a vender empanadas en el mercado con su tía.

No fue fácil. Nos vimos menos, pero cada vez que nos encontrábamos compartíamos nuestras pequeñas victorias: una sonrisa de un cliente, un día sin llorar en el baño del trabajo, una noche sin miedo al futuro.

Un año después, volví al parque donde todo comenzó. Miré las luces de Quito y pensé en todas las mujeres como nosotras: invisibles para el mundo pero luchando cada día por no desaparecer.

Me encontré con Lucía y Patricia bajo el mismo árbol.

—¿Te acuerdas cuando pensábamos que nunca íbamos a salir adelante? —dijo Lucía.

Patricia sonrió:

—Quizás no somos extraordinarias para los demás, pero para mí ustedes son lo mejor que tengo.

Nos abrazamos fuerte. Por primera vez sentí paz.

Ahora sé que el valor propio no depende de lo que otros digan o esperen de nosotras. Se construye cada día, con cada decisión valiente, aunque nadie lo vea.

¿Y tú? ¿Alguna vez sentiste que tu vida no era suficiente solo porque otros te lo hicieron creer? ¿Cuántas veces te has mirado al espejo buscando a la mujer que realmente eres?