Entre Sirenas y Gritos: Mi Historia con el 911
—¡Ya basta, carajo! —grité, golpeando la pared con el puño cerrado. Eran las dos de la mañana y la música de los vecinos retumbaba como si estuviera dentro de mi propio pecho. Mi esposa, Mariana, se tapaba los oídos con la almohada, y mi hija Camila lloraba en su cuarto, asustada por los gritos y el estruendo. Vivimos en un edificio viejo en el centro de Lima, donde las paredes son tan delgadas que hasta los suspiros se cuelan de un departamento a otro.
Esa noche, después de semanas sin dormir, me senté en la cocina con una taza de café frío y el corazón acelerado. Miré el teléfono fijo, ese aparato gris que tantas veces había ignorado. «¿Y si llamo a la policía?», pensé. Mariana me miró con ojos cansados: —No lo hagas, Javier. Solo nos traerá más problemas.
Pero yo ya no podía más. Marqué el 105, el número de emergencias en Perú. La operadora contestó con voz monótona:
—Emergencias, ¿cuál es su emergencia?
—¡No puedo dormir! Mis vecinos tienen la música a todo volumen desde hace horas. Mi hija está asustada, mi esposa no puede descansar. Por favor, hagan algo.
La operadora suspiró. —Señor, estamos priorizando emergencias reales. ¿Hay violencia? ¿Alguien está herido?
—¡Mi salud mental está herida! —respondí, casi llorando.
Colgó después de prometer que mandarían una patrulla. Nadie vino esa noche. Ni la siguiente. Ni la siguiente.
Los días pasaron y mi desesperación creció. Llamé una y otra vez. A veces me contestaban, a veces no. Mariana dejó de hablarme durante días; Camila empezó a tartamudear por las noches. En el trabajo, mi jefe me llamó la atención por llegar tarde y distraído.
Una tarde, al regresar del mercado, encontré a mi madre esperándome en la puerta del edificio.
—Hijo, ¿qué está pasando? Me llamó tu hermana desde Arequipa diciendo que los vecinos están hablando mal de ti. Que andas llamando a la policía como loco.
Me sentí humillado. Mi madre siempre había sido mi refugio, pero ahora me miraba con lástima y preocupación.
—No puedo más, mamá —le dije—. Nadie me escucha. Aquí nadie respeta nada.
Esa noche, los vecinos organizaron otra fiesta. Esta vez no llamé a emergencias; salí al pasillo y golpeé su puerta con furia.
—¡Bajen esa maldita música! ¡Hay niños aquí!
Un hombre alto y borracho me empujó.
—¿Y tú quién eres para decirnos qué hacer? ¡Vuelve a tu cueva!
Cerraron la puerta en mi cara mientras las risas aumentaban. Volví a casa temblando de rabia y vergüenza.
A la semana siguiente, dos policías tocaron mi puerta. Mariana abrió mientras yo estaba en el baño.
—¿El señor Javier Rojas? —preguntaron.
Salí con el corazón en la boca.
—Sí, soy yo.
—Está usted detenido por uso indebido del sistema de emergencias —dijo uno de ellos sin mirarme a los ojos.
Mariana rompió en llanto; Camila se abrazó a sus piernas. Yo no entendía nada.
Me llevaron esposado frente a mis vecinos, quienes miraban desde sus puertas entre risas y murmullos. En la comisaría, un oficial me leyó mis derechos mientras otro llenaba papeles sin prestarme atención.
—¿Sabe usted cuántas veces ha llamado al 105 en este mes? —me preguntó el oficial.
—Solo quería dormir… proteger a mi familia —balbuceé.
—Hay gente muriendo en las calles y usted ocupa nuestras líneas por ruido —me respondió con desprecio.
Me sentenciaron a 30 días de arresto domiciliario y una multa imposible de pagar con mi sueldo de profesor de secundaria. Mariana tuvo que pedirle dinero prestado a su hermana; mi madre dejó de hablarme por vergüenza; Camila empezó a dormir en la cama con Mariana porque tenía pesadillas todas las noches.
Durante esas semanas encerrado, escuchaba cada fiesta como si fuera una burla personal. Los vecinos celebraban más fuerte que nunca; algunos incluso gritaban mi nombre desde sus ventanas:
—¡Javier, llama a la policía!
Me sentí invisible e impotente. Nadie vino a ayudarme; nadie escuchó mis súplicas ni entendió mi desesperación. Cuando finalmente terminó mi condena, salí al pasillo y vi a Mariana empacando maletas.
—No puedo más —me dijo sin mirarme—. Nos vamos a casa de mi hermana hasta que consigas otro lugar para vivir.
Me quedé solo en ese departamento lleno de ecos y resentimientos. Miré el teléfono fijo y lo desenchufé para siempre.
Ahora, cada vez que escucho una sirena en la calle, siento un nudo en el estómago. Me pregunto si alguien realmente escucha cuando uno clama por ayuda en medio del caos cotidiano latinoamericano… ¿Cuántos más como yo están gritando en silencio detrás de paredes delgadas?