La verdad amarga de mi familia: Cómo el sexto hijo de mi prima lo cambió todo

—¿Otra vez, Mariana? —La voz de Julián retumbó en la cocina, rebotando entre las ollas y los platos sin lavar. Yo estaba ahí, sentada en la mesa, con una taza de café frío entre las manos, y sentí cómo el aire se volvía denso, casi irrespirable.

Mariana, mi prima, bajó la mirada. Sus dedos temblaban mientras jugaba con el borde del mantel. Nadie se atrevía a decir nada. Ni siquiera mi tía Rosa, que siempre tenía una palabra para todo, se animó a romper el silencio.

—No fue planeado —susurró Mariana, apenas audible. Pero Julián ya no la escuchaba. Caminaba de un lado a otro, murmurando cosas que nadie entendía. Afuera, los niños jugaban en el patio de tierra, ajenos al huracán que se desataba dentro de la casa.

Yo nunca había visto a Julián así. Siempre fue un hombre callado, trabajador, de esos que se levantan antes del amanecer para ir al taller mecánico y regresan con las manos llenas de grasa y cansancio. Pero esa tarde, algo en él se quebró.

—¿Y cómo vamos a hacer? —gritó de repente—. ¡Con cinco ya no alcanza! ¿Ahora seis? ¿Qué vamos a darles?

Mariana no respondió. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero las contuvo. Yo sentí una punzada en el pecho. Quise decirle algo, pero no me salían las palabras. ¿Qué podía decirle? ¿Que todo iba a estar bien? ¿Que la familia siempre sale adelante? Mentiras piadosas que ya nadie cree.

Esa noche, la noticia corrió como pólvora por el barrio en las afueras de Medellín. Mi abuela llegó temprano al día siguiente, con su rosario en la mano y la frente arrugada por la preocupación.

—Mariana, hija, ¿estás segura? —preguntó en voz baja, como si temiera que los vecinos escucharan.

—Sí, abuela —respondió Mariana—. No puedo hacer otra cosa.

La abuela suspiró y me miró a mí, buscando apoyo. Pero yo solo podía pensar en lo injusto que era todo. Mariana siempre había soñado con estudiar enfermería, pero dejó la escuela cuando nació su primer hijo. Después vinieron los otros, uno tras otro, y sus sueños quedaron guardados en una caja junto a los cuadernos viejos.

En la mesa del comedor se armó una discusión como nunca antes había visto. Mi tía Rosa decía que era una irresponsabilidad traer más niños al mundo cuando apenas alcanzaba para comer. Mi mamá defendía a Mariana: “Los hijos son una bendición”, repetía como un mantra aprendido en la iglesia.

Pero Julián no quería escuchar a nadie. Esa noche no volvió a dormir en casa. Se fue sin decir adónde y Mariana se quedó sola, rodeada de niños pequeños que no entendían por qué su papá no estaba.

Los días siguientes fueron un desfile de opiniones y juicios. Los vecinos murmuraban en la tienda: “Otra boca más que alimentar”, “¿Y quién va a cuidar a esos niños?”. Algunos ofrecieron ayuda; otros solo miraban con lástima o desprecio.

Yo traté de estar cerca de Mariana, pero también sentía rabia. Rabia por ella, por Julián, por todos nosotros. ¿Por qué en nuestra familia siempre era así? ¿Por qué las mujeres tenían que cargar con todo?

Una tarde encontré a Mariana llorando en el patio trasero. Me acerqué despacio y me senté a su lado.

—¿Tienes miedo? —le pregunté.

—Mucho —admitió—. No sé cómo voy a hacer sola… Pero tampoco puedo… —Se interrumpió y se abrazó las rodillas—. No puedo pensar en otra cosa que no sea seguir adelante.

La abracé fuerte. Sentí su cuerpo temblar y quise absorberle el dolor, aunque fuera imposible.

Esa noche Julián volvió. Tenía los ojos rojos y olía a aguardiente barato. Se sentó frente a Mariana y durante un largo rato no dijeron nada.

—No sé si puedo con esto —dijo él finalmente—. No sé si quiero seguir así.

Mariana lo miró con una mezcla de tristeza y resignación.

—No te estoy pidiendo nada —susurró—. Solo quiero que pienses en los niños.

Julián se levantó y salió otra vez. Esta vez no volvió hasta varios días después.

La familia se dividió en dos bandos: los que apoyaban a Mariana y los que decían que era hora de ponerle límites a tanto sacrificio inútil. Las peleas eran constantes; las cenas familiares se volvieron campos de batalla donde nadie salía ileso.

Un domingo, después de misa, mi abuela reunió a todos en la sala. Con voz temblorosa pero firme nos dijo:

—Esta familia ha pasado por cosas peores. Pero si dejamos que el rencor nos gane ahora, nunca vamos a salir adelante.

Nadie respondió. Pero algo cambió ese día. Poco a poco, algunos empezaron a ayudar más: mi primo Andrés consiguió trabajo extra para Julián; mi tía Rosa cocinaba para los niños cuando Mariana tenía citas médicas; yo acompañaba a Mariana al hospital cada vez que podía.

El bebé nació en medio de una tormenta eléctrica, como si el cielo mismo quisiera anunciar su llegada. Era una niña pequeña y frágil, pero con unos ojos enormes llenos de vida.

Julián estuvo ahí ese día. Sostuvo la mano de Mariana y lloró como nunca lo había visto llorar antes.

Hoy las cosas siguen siendo difíciles. Hay días buenos y días malos. Pero aprendimos algo: la familia no es perfecta ni justa; es solo un grupo de personas tratando de sobrevivir juntas al caos del mundo.

A veces me pregunto si todo esto valió la pena o si podríamos haber hecho las cosas diferente… ¿Ustedes qué piensan? ¿Hasta dónde llega el amor y hasta dónde el sacrificio?