A los 35 años, sola en la Ciudad de México: Entre la culpa y la esperanza
—¿Por qué sigues sola, Mariana? —me preguntó mi madre, con esa mezcla de preocupación y reproche que sólo las madres mexicanas saben usar. Era domingo, y el olor a café de olla llenaba el pequeño departamento en la Narvarte. Yo tenía 35 años, y aunque la ciudad rugía afuera con su tráfico y su vida incesante, dentro de mí sólo había silencio.
Miré a mi madre, sentada frente a mí, sus manos arrugadas aferradas a su taza. No supe qué contestar. ¿Cómo explicarle que la soledad no siempre es una elección? ¿Cómo decirle que hay heridas que no cierran, aunque el tiempo pase y los días se acumulen como polvo en los muebles?
Hace cinco años, mi vida era otra. Tenía pareja, un trabajo estable como contadora en una empresa de importaciones, y hasta pensaba en casarme. Pero todo cambió la noche en que descubrí los mensajes en el celular de Rodrigo. No eran sólo infidelidades; eran mentiras, promesas rotas, y una traición que me dejó sin aire.
—¿Por qué no lo perdonaste? —insistió mi madre—. Todos los hombres son iguales, hija. Aprende a vivir con eso.
Sentí rabia. ¿Por qué debía aceptar la traición? ¿Por qué las mujeres en mi familia siempre habían callado, aguantado, perdonado? Recordé a mi abuela, a mi tía Lupe, incluso a mi propia madre, soportando desplantes y engaños por miedo a quedarse solas.
—No quiero vivir así, mamá —le dije—. Prefiero estar sola que mal acompañada.
Ella suspiró y miró por la ventana. Afuera, el cielo gris amenazaba lluvia. En ese momento, sentí el peso de todas las expectativas familiares sobre mis hombros: casarte antes de los treinta, tener hijos, cuidar de los padres cuando envejecen. Yo había fallado en todo eso.
Esa tarde, después de que mi madre se fue, me quedé sentada en el sillón, mirando las fotos viejas en mi celular. Ahí estaba yo con Karla, mi mejor amiga desde la prepa. Ella sí había seguido el camino esperado: esposo, dos hijos, casa en Ecatepec. Pero cada vez que hablábamos por WhatsApp, sentía su cansancio, su frustración escondida entre emojis y frases cortas.
Una noche, Karla me llamó llorando. Su esposo le había gritado frente a los niños. «No sé qué hacer, Mana», sollozaba. «A veces pienso que tú eres la valiente por haberte ido de esa relación tóxica».
Pero yo no me sentía valiente. Me sentía vacía. Las dudas eran como veneno: ¿Y si nunca encuentro a alguien? ¿Y si me quedo sola para siempre? ¿Y si estoy repitiendo el mismo patrón de soledad de mi tía Rosa, que murió rodeada de gatos y chismes vecinales?
En el trabajo tampoco era fácil. Mis compañeras hablaban de sus hijos, de las tareas escolares virtuales durante la pandemia, de los maridos que no ayudaban en casa. Yo fingía interés, pero sentía que no pertenecía a ese mundo. A veces inventaba historias sobre un novio imaginario sólo para evitar las miradas de lástima.
Un viernes por la tarde, después de una semana especialmente dura —el jefe gritón, las cuentas sin cuadrar, el metro atascado— decidí caminar por la colonia Roma. Entré a un café pequeño donde conocí a Lucía, una terapeuta ocupacional argentina que llevaba años viviendo en México.
—¿Y tú por qué estás sola? —me preguntó sin rodeos después de media hora de charla.
Me reí nerviosa. —No sé… Tal vez porque tengo miedo de volver a confiar.
Lucía asintió con comprensión. —La soledad puede ser una amiga o una enemiga. Depende de cómo la trates.
Esa frase me acompañó durante semanas. Empecé terapia —algo que siempre había considerado innecesario— y poco a poco fui entendiendo que mi miedo no era sólo al abandono, sino a no ser suficiente para nadie.
En Navidad, mi familia se reunió en casa de mis padres en Iztapalapa. Los primos con sus parejas e hijos corrían por el patio; las tías cuchicheaban sobre quién se había divorciado o quién estaba «quedada». Sentí todas las miradas sobre mí cuando llegué sola.
—¿Y tú para cuándo? —preguntó la tía Gloria con voz chillona.
Sonreí forzadamente y respondí: —Para cuando tenga ganas.
Esa noche lloré en silencio en el cuarto donde dormía de niña. Recordé las veces que soñé con una boda grande en la Basílica de Guadalupe, con un vestido blanco y mariachis tocando «Si nos dejan». Ahora sólo quería paz.
Un día recibí un mensaje inesperado: era Agustín, un viejo amigo de la universidad que vivía en Guadalajara. Me invitó a visitarlo y acepté sin pensarlo mucho. El viaje fue un respiro: caminamos por Tlaquepaque, comimos tortas ahogadas y hablamos horas sobre lo difícil que es crecer sin perderse uno mismo.
—A veces pienso que estamos rotos —me confesó Agustín—. Pero tal vez sólo estamos aprendiendo a vivir con nuestras cicatrices.
Regresé a la Ciudad de México con el corazón un poco más ligero. Empecé a salir más: clases de salsa en Coyoacán, talleres de escritura en la UNAM, tardes de cine independiente en la Cineteca Nacional. Conocí gente nueva: mujeres divorciadas como yo, hombres que también temían al compromiso, jóvenes buscando su lugar en el mundo.
Pero la soledad seguía ahí, como una sombra silenciosa al final del día. A veces me preguntaba si algún día podría confiar otra vez; otras veces pensaba que tal vez estaba destinada a estar sola.
Una tarde lluviosa recibí una llamada urgente: mi madre había tenido un infarto leve. Corrí al hospital entre lágrimas y rezos apresurados. Al verla tan frágil en la cama blanca sentí una mezcla de culpa y amor inmenso.
—Perdóname si te he presionado tanto —me dijo con voz débil—. Sólo quiero verte feliz.
Le tomé la mano y lloré como niña pequeña. En ese momento entendí que mi felicidad no dependía de cumplir expectativas ajenas ni de tener pareja o hijos; dependía sólo de mí.
Hoy tengo 36 años y sigo sola… pero ya no tengo miedo. He aprendido a disfrutar mi compañía y a sanar mis heridas poco a poco. A veces la soledad duele; otras veces es libertad pura.
Me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo viven atrapadas entre el miedo al qué dirán y el deseo profundo de ser ellas mismas? ¿Cuántas historias se quedan calladas por miedo o vergüenza?
¿Y tú? ¿Te has sentido así alguna vez? ¿Qué harías si tuvieras el valor de elegirte primero?