A los 68, sola en la ciudad: Mi súplica ignorada

—¿Por qué no puedo quedarme contigo, hija?— pregunté con la voz temblorosa, sosteniendo el teléfono con ambas manos como si fuera mi último salvavidas. Del otro lado, el silencio de Mariana era más frío que el viento que se colaba por la ventana de mi departamento en la Narvarte.

—Mamá, entiéndeme. Aquí no hay espacio, los niños tienen sus cosas, y tú sabes cómo es Ricardo con sus horarios…— respondió finalmente, con ese tono cansado que últimamente siempre me dedica. Sentí que el corazón se me apretaba, como si alguien lo estuviera exprimiendo.

Colgué sin despedirme. Me quedé sentada en la orilla de la cama, mirando las paredes llenas de fotos antiguas: Mariana en su primer día de clases, Luis con su uniforme de fútbol, yo y Ernesto (que en paz descanse) abrazados en Acapulco. Todo parecía tan lejano, tan ajeno a esta realidad donde el único sonido era el tic-tac del reloj y el rumor lejano del tráfico.

Vivir sola a los 68 años en una ciudad tan grande como la mía es como ser invisible. Salgo al mercado y nadie me mira a los ojos. Los vecinos apenas saludan. Antes, cuando Ernesto vivía, todo era distinto. Él llenaba la casa de risas y música; ahora sólo queda el eco de su ausencia.

Hace unos meses, después de una caída en la cocina, sentí miedo por primera vez. No por el golpe, sino por darme cuenta de que nadie vendría a ayudarme si algo peor sucedía. Por eso le pedí a Mariana y a Luis, mi hijo menor, que me dejaran vivir con ellos. Pensé que sería natural, como cuando mi abuela vivió con nosotros hasta el final. Pero parece que los tiempos han cambiado.

Luis fue más directo:

—Mamá, apenas puedo con mis propios problemas. El trabajo está pesado y Lucía no quiere más responsabilidades en casa. ¿Por qué no buscas una residencia? Hay unas muy buenas por aquí…

Residencia. La palabra me cayó como un balde de agua fría. ¿Acaso soy una carga? ¿En qué momento pasé de ser el centro de su mundo a convertirme en un estorbo?

Las noches son las peores. Me acuesto temprano para no pensar, pero el insomnio me despierta a las tres de la mañana. Camino por el departamento en penumbras, toco las cosas que aún me pertenecen: la taza donde Ernesto tomaba café, el chal tejido por mi madre, los álbumes de fotos que nadie quiere ver.

A veces escucho a los vecinos pelear o reírse. Me asomo por la ventana y veo las luces de la ciudad extendiéndose hasta donde alcanza la vista. Tantos millones de personas y yo aquí, sola.

Un día decidí ir al parque para distraerme. Me senté en una banca y observé a las familias pasar: niños corriendo, parejas discutiendo bajito, ancianos caminando juntos. Sentí una punzada de envidia y tristeza.

Una señora se sentó a mi lado. Se llamaba Doña Rosa y tenía 72 años. Empezamos a platicar y descubrimos que compartíamos la misma historia: hijos ocupados, nietos lejanos, casas vacías.

—Antes todo era diferente —me dijo—. Ahora parece que estorbamos.

Regresé a casa pensando en sus palabras. ¿Será cierto? ¿Nos hemos vuelto invisibles para quienes más amamos?

Intenté llamar a Mariana otra vez. Quería escuchar su voz, aunque fuera para discutir. Pero no contestó. Le mandé un mensaje: “Hija, sólo quiero saber cómo están”. No hubo respuesta.

El tiempo pasa lento cuando se está solo. Los días se repiten: desayuno pan con café, limpio un poco, veo telenovelas viejas, salgo al mercado si tengo ánimo. A veces me siento tan cansada que ni siquiera quiero levantarme.

Una tarde recibí una llamada inesperada. Era Lucía, la esposa de Luis.

—Señora Carmen —me dijo—, Luis está preocupado por usted. ¿Por qué no intenta ir al centro comunitario? Hay talleres para personas mayores…

Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿Eso era todo lo que podían ofrecerme? ¿Un taller de manualidades para distraerme mientras ellos siguen con sus vidas?

Esa noche lloré como hacía años no lo hacía. Lloré por Ernesto, por mis hijos ausentes, por mí misma y por todas las madres que terminan solas después de haberlo dado todo.

Al día siguiente fui al centro comunitario. Me recibió una joven sonriente llamada Paola. Había otras mujeres como yo: algunas tejían, otras platicaban o jugaban dominó. Me senté con ellas y poco a poco empecé a sentirme menos sola.

Pero al regresar a casa, la soledad volvió a abrazarme fuerte. Me pregunté si algún día mis hijos entenderían lo que siento; si alguna vez abrirán la puerta para mí como yo la abrí para ellos tantas veces.

A veces pienso en irme sin avisarles nada: dejarles sólo una carta y desaparecer entre las calles de esta ciudad inmensa. Pero luego recuerdo sus caritas dormidas cuando eran niños y se me parte el alma.

Hoy escribo esto sentada junto a la ventana, viendo cómo cae la lluvia sobre los techos grises de la ciudad. Me pregunto si algún día dejaré de sentirme invisible; si algún día mis hijos recordarán quién fui antes de convertirme en una sombra más entre millones.

¿Será que en esta vida moderna ya no hay lugar para nosotros? ¿O será que hemos olvidado cómo cuidar a quienes nos cuidaron primero? ¿Ustedes qué piensan? ¿Qué harían si estuvieran en mi lugar?