Al otro lado de la pared: La frontera que no debemos cruzar

—¡Ya basta, Mariana! ¡No puedo más con estos gritos! —la voz de Tomás retumbó en la sala, mezclándose con el estruendo de la música que venía del departamento de al lado. Eran las dos de la mañana y, otra vez, la fiesta de los vecinos parecía no tener fin.

Me levanté del sillón, con el corazón latiendo fuerte. Sentía rabia, impotencia y una tristeza que me ahogaba. Habíamos llegado a este edificio en la colonia Narvarte hace apenas seis meses, buscando un nuevo comienzo lejos del bullicio del centro. Pero el bullicio nos siguió, o tal vez nunca se fue.

—Tomás, por favor, cálmate —le pedí, aunque yo misma temblaba de frustración—. Si sales ahora, sólo va a empeorar todo.

Él me miró con los ojos rojos, cansados. —¿Y qué quieres que haga? ¿Que sigamos aguantando? ¿Que sigan burlándose de nosotros cada vez que pedimos silencio?

Recordé la última vez que fui a tocar la puerta de los vecinos. La señora Gloria me abrió con una sonrisa sarcástica y detrás de ella, su hijo Mauricio y sus amigos reían con latas de cerveza en la mano.

—Ay vecina, relájese, es viernes —me dijo Gloria—. Aquí todos vivimos juntos, ¿no? Hay que aprender a convivir.

Pero convivir no era lo mismo que soportar insultos o que mi ropa oliera a cigarro cada mañana. No era lo mismo que despertar con sobresaltos porque alguien golpeaba la pared o porque las peleas familiares se escuchaban como si estuvieran en mi propia sala.

Esa noche, Tomás salió al pasillo. Lo seguí, temiendo lo peor. Tocó la puerta de los vecinos con fuerza. Mauricio abrió, ya borracho.

—¿Qué quieres ahora? —espetó.

—¡Que le bajen a su música! ¡Son las dos de la mañana! —gritó Tomás.

Mauricio se rió y le cerró la puerta en la cara. Sentí una mezcla de vergüenza y furia. Volvimos al departamento en silencio. Tomás se encerró en el baño y yo me senté en la cama, abrazando mis rodillas.

No dormí esa noche. Pensé en mi mamá, allá en Puebla, diciéndome siempre que en la ciudad uno tiene que aprender a poner límites. Pero ¿cómo poner límites cuando nadie te escucha? ¿Cuando hasta el administrador del edificio te ignora porque «así es la vida aquí»?

Los días siguientes fueron peores. Gloria empezó a dejar basura frente a nuestra puerta. Una vez encontré cáscaras de naranja y colillas de cigarro. Cuando reclamé, me gritó desde su ventana:

—¡Si no les gusta, váyanse! Aquí nadie los quiere.

Tomás empezó a llegar tarde del trabajo. Decía que tenía mucho que hacer, pero yo sabía que sólo quería evitar el ambiente tenso del departamento. Yo trabajaba desde casa y cada ruido me ponía al borde del llanto. Empecé a tener ataques de ansiedad; me dolía el pecho y sentía que no podía respirar.

Una tarde, mientras lavaba los trastes, escuché a Gloria hablando por teléfono:

—La vecina esa es una amargada… seguro ni hijos puede tener… por eso está tan frustrada.

Me quedé paralizada. No sabía si llorar o gritar. Tomás llegó esa noche y me encontró hecha un ovillo en el sofá.

—¿Qué te pasa?

—No puedo más —le susurré—. Siento que me estoy volviendo loca aquí.

Él me abrazó fuerte. Por primera vez en semanas sentí su calor, su apoyo real.

—Vamos a buscar otro lugar —me dijo—. No vale la pena perderte por esto.

Pero mudarnos no era tan fácil. El dinero apenas alcanzaba para pagar este departamento y las cuentas seguían llegando. Además, sentía que si me iba, ellos ganaban. ¿Por qué tenía yo que huir?

Empezamos a pelear más seguido. Por tonterías: por los platos sucios, por el ruido, por mi insomnio. Una noche Tomás gritó:

—¡Esto nos está destruyendo! ¡Ya ni siquiera hablamos como antes!

Me miré al espejo esa madrugada y no reconocí a la mujer ojerosa y triste que me devolvía la mirada. Recordé cuando llegamos aquí: llenos de sueños, planeando tener un hijo, creyendo que este sería nuestro hogar.

Una mañana decidí ir al mercado para despejarme. Caminando entre los puestos de frutas y flores, una señora mayor me sonrió:

—¿Todo bien, hija?

No sé por qué le conté todo. Ella escuchó en silencio y luego me dijo:

—A veces hay que pelear por la paz propia, aunque eso signifique incomodar a otros o empezar de nuevo en otro lado.

Sus palabras me acompañaron todo el día. Esa noche hablé con Tomás:

—No quiero perderte ni perderme a mí misma por esto. Si tenemos que irnos, lo haremos juntos.

Él asintió y por primera vez en mucho tiempo sonrió con esperanza.

Empezamos a buscar departamentos más lejos del centro. No fue fácil; tuvimos que vender cosas y pedir ayuda a mi familia. Pero finalmente encontramos un pequeño lugar en Iztacalco: modesto pero tranquilo.

El día de la mudanza pasé frente al departamento de Gloria. Ella me miró desde su ventana y sonrió con burla.

—¡Que les vaya bien! —gritó—. ¡Aquí nadie los va a extrañar!

No respondí. Cerré los ojos y respiré hondo. Sentí alivio y tristeza al mismo tiempo.

Ahora escribo esto desde nuestra nueva casa. A veces escucho ruidos lejanos, pero nada como antes. Tomás y yo volvimos a reír juntos; incluso hablamos otra vez de formar una familia.

A veces me pregunto: ¿cuántas veces permitimos que otros crucen nuestras fronteras personales antes de defendernos? ¿Cuándo es suficiente? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?