Alas rotas: el precio de un sueño
—¿De verdad te vas a ir, mamá? —La voz de Matías temblaba en el umbral de la puerta, sus ojos oscuros llenos de reproche y miedo.
No podía mirarlo. Tenía la maleta en la mano y el corazón hecho trizas. Afuera, el cielo de Medellín amenazaba con lluvia, como si supiera que mi alma también estaba a punto de desbordarse. Había esperado este momento durante años: Matías, mi único hijo, acababa de graduarse del colegio y había sido aceptado en la Universidad Nacional. Por fin, después de tantos sacrificios, podía pensar en mí.
Pero ahora, frente a su mirada, me sentía la peor madre del mundo.
—Matías, ya eres un hombre. Vas a estar bien —intenté sonar firme, pero mi voz se quebró—. Además, tu papá siempre está cerca.
Él bufó. —Mi papá ni siquiera sabe cómo me gusta el café. Tú sí.
Me acerqué para abrazarlo, pero se apartó. Sentí una punzada en el pecho. ¿Era egoísta querer mi propia felicidad? ¿Era justo dejarlo solo por perseguir un sueño?
Julián me esperaba en Cali. Llevábamos dos años casados por lo civil, pero apenas nos habíamos visto en persona; todo había sido a distancia, entre videollamadas y mensajes llenos de promesas. Él tenía un trabajo estable en una empresa de textiles y siempre me decía: “Cuando Matías sea mayor, vente conmigo. Aquí construiremos nuestra vida”.
Esa mañana, después de dejar a Matías en la residencia universitaria, compré el pasaje en la terminal sin pensarlo dos veces. El bus serpenteó por las montañas mientras yo repasaba cada decisión que me había traído hasta aquí: los años de soledad tras mi divorcio con Ernesto, las noches trabajando doble turno como enfermera para pagarle el colegio a Matías, los domingos vacíos… y luego Julián, con su risa fácil y su promesa de amor.
Pero ahora, sentada junto a la ventana empañada del bus, sentía que algo dentro de mí se rompía.
Llegué a Cali al atardecer. Julián me esperaba con flores y una sonrisa nerviosa. Me abrazó fuerte y susurró: “Ahora sí empieza nuestra vida”. Quise creerle. Quise pensar que todo valía la pena.
Los primeros días fueron dulces: paseos por San Antonio, cenas improvisadas en el balcón del apartamento pequeño pero acogedor. Pero pronto la realidad se coló entre nosotros. Julián trabajaba hasta tarde y yo no conseguía empleo; las cuentas empezaron a apretarnos y las llamadas de Matías se volvieron menos frecuentes.
Una noche, mientras lavaba los platos, Julián entró al apartamento con el ceño fruncido.
—¿Otra vez hablando con Matías? —preguntó seco.
—Es mi hijo —respondí, sintiendo el filo de la culpa—. Está solo en una ciudad nueva.
—¿Y yo qué? Yo también te necesito aquí —su voz era baja pero dura—. No puedes vivir con un pie allá y otro aquí.
Me quedé callada. ¿Acaso no tenía razón? ¿No era justo que él quisiera toda mi atención? Pero cada vez que escuchaba la voz cansada de Matías al otro lado del teléfono, sentía que lo estaba traicionando.
Las cosas empeoraron cuando recibí una llamada inesperada de mi hermana Lucía desde Medellín.
—Mamá está enferma —dijo entre sollozos—. No quiere ir al hospital y pregunta por ti todo el tiempo.
Sentí que el mundo se me venía encima. Había dejado todo atrás para buscar mi felicidad y ahora mi familia me necesitaba más que nunca.
Esa noche discutí con Julián hasta el amanecer.
—No puedes irte cada vez que tu familia te llama —me gritó—. ¡Tienes que decidir!
—¿Decidir qué? ¿Abandonar a mi hijo y a mi madre? ¿Eso quieres?
Él guardó silencio. Yo lloré hasta quedarme dormida.
Pasaron semanas en esa tensión insoportable. Julián se volvió distante; yo vivía pegada al teléfono, sintiéndome culpable por cada minuto lejos de los míos. Empecé a buscar trabajo como enfermera en clínicas privadas, pero las puertas se cerraban una tras otra: “Ya tenemos suficiente personal”, “No hay vacantes”, “Vuelva a intentarlo el próximo mes”.
El dinero empezó a escasear y las discusiones aumentaron. Una tarde, mientras preparaba arroz con huevo —lo único que quedaba en la despensa— Julián explotó:
—¡Esto no es vida! Yo pensé que juntos íbamos a ser felices… pero tú solo piensas en lo que dejaste atrás.
No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle ese dolor sordo que me carcomía desde adentro? ¿Cómo decirle que una madre nunca deja de ser madre?
Esa noche llamé a Matías. Su voz sonaba lejana, cansada.
—Mamá… estoy bien —dijo sin convicción—. Solo quería saber si… si vas a venir para las vacaciones.
Me mordí los labios para no llorar.
—No lo sé, hijo. Las cosas aquí están difíciles…
Hubo un silencio largo.
—Te extraño —susurró antes de colgar.
Me senté en el suelo de la cocina y lloré como una niña. Sentí que había fallado como madre, como hija y como mujer.
Al día siguiente tomé una decisión. Empaqué mis cosas mientras Julián dormía y le dejé una nota: “Perdóname. No sé cómo ser feliz si no estoy completa”.
Regresé a Medellín con el corazón hecho pedazos y sin saber si alguna vez podría recomponerme. Mi mamá seguía enferma pero sonrió al verme; Matías me abrazó fuerte sin decir nada. En ese momento entendí que la felicidad no siempre es un destino lejano ni una promesa romántica: a veces es simplemente estar donde más te necesitan.
Ahora, cada vez que paso frente a la terminal de buses y veo partir los vehículos hacia otras ciudades, me pregunto: ¿Cuántas mujeres como yo han tenido que elegir entre sus sueños y su familia? ¿Es posible ser feliz sin sentir culpa?