Bajo el hielo de la ciudad: La decisión de Rosa

—¡Tomás! ¡Tomás, por favor, contestame!—grité con la garganta desgarrada, mientras el viento helado me cortaba la piel y el agua sucia del Riachuelo me llegaba hasta la cintura. No sentía los pies, ni las manos; sólo el terror de perderlo. Vi su manito aferrada a una rama, los ojos abiertos como platos, y supe que no podía dejarlo ahí. Me lancé sin pensar, ignorando los gritos de la gente en la orilla.

Cuando por fin lo saqué, envuelto en mi abrigo empapado, sentí que el corazón se me iba a salir del pecho. Tomás temblaba, pero estaba vivo. Lo abracé con fuerza, llorando de alivio y miedo. Alguien llamó a una ambulancia. Yo sólo podía pensar en mi nieta Lucía, en cómo la vida nos había arrinconado a las dos en ese barrio de chapa y cartón, y en cómo ese niño —el nieto del empresario más rico de la zona— había terminado en mis brazos.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que llegó el abuelo del chico. Don Ernesto Figueroa bajó de su camioneta negra como si el frío no le afectara. Su traje impecable contrastaba con mi ropa mojada y rota. Me miró con una mezcla de desprecio y obligación.

—¿Usted fue la que salvó a mi nieto?—preguntó, sin acercarse demasiado.

—Sí, señor. Lo vi caer al agua y… no podía dejarlo ahí.

No me agradeció. Sólo asintió y se volvió hacia los paramédicos que atendían al niño. Yo me quedé temblando, no sólo por el frío sino por la rabia y la impotencia. ¿Eso era todo? ¿Un gesto seco y ya está?

Esa noche volví a casa con las manos cortadas y el cuerpo dolorido. Lucía me esperaba con un mate tibio y los ojos llenos de preguntas.

—¿Por qué siempre te metés en problemas, abuela?—me dijo, pero en su voz había orgullo.

Al día siguiente, tocaron la puerta de nuestra casita. Era un hombre trajeado, con cara de pocos amigos.

—La familia Figueroa quiere hablar con usted—dijo, sin saludar.

Me llevaron en auto hasta una mansión que parecía de otro mundo. Los pisos brillaban como espejos y el olor a comida buena me hizo doler el estómago vacío. Don Ernesto me recibió en su despacho.

—Mi familia está agradecida por lo que hizo—dijo, sin mirarme a los ojos—. Pero no creemos en la caridad. Le ofrezco un trabajo como lavaplatos aquí. Es lo que podemos hacer por usted.

Sentí que me tragaba la tierra. ¿Eso era todo? ¿Salvarle la vida a su nieto valía sólo un delantal y un sueldo mínimo?

—¿Y si no acepto?—pregunté, con la voz temblorosa.

—Entonces no hay nada más que hablar—respondió él, seco como el invierno.

Salí de ahí sintiéndome más pequeña que nunca. Pero cuando llegué a casa y vi a Lucía estudiando bajo la luz de una vela, pensé en todo lo que habíamos pasado: el desalojo, el hambre, los trabajos mal pagados. ¿Podía darme el lujo de rechazar esa oportunidad?

Acepté el trabajo. Cada mañana cruzaba media ciudad para llegar a la mansión antes del amanecer. Lavaba platos hasta que las manos se me partían y escuchaba las risas de los Figueroa desde la cocina. A veces veía a Tomás pasar corriendo por el pasillo; me miraba con timidez y una sonrisa cómplice. Nadie más parecía recordarme.

Un día escuché una conversación entre Don Ernesto y su hijo Mariano:

—No entiendo por qué le diste trabajo a esa mujer—decía Mariano—. Podrías haberle dado plata y listo.

—No quiero deberle nada a nadie—respondió el viejo—. Además, así se gana la vida honestamente.

Me hervía la sangre. ¿Acaso mi vida hasta ahora no había sido honesta? ¿Acaso limpiar sus platos era más digno que sobrevivir vendiendo empanadas en la estación?

Las otras empleadas me miraban raro al principio. Pero con el tiempo, algunas se acercaron.

—No te preocupes, Rosa—me dijo Marta, la cocinera—. Todas llegamos acá por necesidad. Pero vos tenés algo distinto: te animaste a tirarte al agua por un chico que ni conocías.

A veces pensaba en dejar todo e irme. Pero Lucía empezó a mejorar en la escuela; ya no faltaba porque podía comprarle útiles y algo para comer todos los días. Yo aguantaba por ella.

Una tarde, mientras fregaba ollas enormes, Tomás entró a la cocina.

—¿Por qué trabaja acá?—me preguntó con esa inocencia que sólo tienen los chicos.

Me agaché para mirarlo a los ojos.

—Porque a veces hay que hacer sacrificios para cuidar a quienes queremos.

Él asintió serio y salió corriendo otra vez.

Pero no todo era tan simple. Una noche, Lucía llegó llorando:

—Abuela, hoy en la escuela se burlaron de mí porque dicen que sos «la sirvienta de los Figueroa»…

Sentí una puñalada en el pecho. ¿Tanto esfuerzo para esto? ¿Para que mi nieta sufriera humillaciones?

Esa noche no dormí. Pensé en mi vida: en mi marido muerto por un accidente en la fábrica; en los años limpiando casas ajenas; en los sueños rotos por la pobreza y la desigualdad. Pensé también en Tomás: ese niño rico pero solo, que me miraba como si yo fuera su única aliada en esa casa fría.

Al día siguiente enfrenté a Don Ernesto:

—Señor Figueroa, quiero hablar con usted.

Me miró sorprendido.

—¿Qué pasa ahora?

—Quiero pedirle algo: déjeme enseñarles a sus nietos lo que es vivir con menos privilegios. Que ayuden en la cocina, que aprendan a limpiar su propio desorden… Quizás así entiendan lo que vale realmente una vida.

Se rió con desprecio.

—¿Usted cree que puede cambiar algo acá?

Lo miré fijo.

—No sé si puedo cambiar esta casa, pero sí puedo cambiar mi historia y la de mi nieta.

Esa tarde renuncié. Volví a casa con miedo pero también con dignidad recuperada. Lucía me abrazó fuerte.

—Sos mi heroína, abuela—me dijo entre lágrimas.

Hoy vendo empanadas otra vez en la estación, pero ahora Lucía me ayuda después de clase. No tenemos mucho, pero tenemos paz y orgullo.

A veces me pregunto: ¿vale más un plato limpio o una conciencia tranquila? ¿Cuántos sacrificios más tendremos que hacer las mujeres como yo para ser vistas como algo más que manos útiles?