Cada despedida tiene su hora

—¿Por qué el amor se va? Si estaba aquí, lo juro. Yo lo sentía en cada rincón de esta casa, en cada taza de café que le servía a Ernesto antes de irse al trabajo. ¿En qué momento se volvió rutina? ¿Cuándo dejé de ser su Kazimiera para convertirme solo en la señora que le lava la ropa?

La voz de mi madre retumbaba en mi cabeza: «No te relajes, hija. El amor hay que cuidarlo como a las plantas del patio». Pero yo me relajé. Me confié. Y ahora, mientras miro por la ventana de nuestro departamento en el centro de Guadalajara, veo cómo el viento sacude las ramas del guayabo y pienso que así se sacudió mi vida.

Esa mañana, Ernesto ni siquiera me miró a los ojos. Se puso la camisa azul —la que yo le planché con esmero— y salió sin despedirse. El portazo fue seco, como un punto final. Me quedé sola con el eco y el olor a café frío.

—¿Mamá, por qué estás llorando? —preguntó mi hija Valeria, apenas once años y ya tan perceptiva.

—Nada, mi amor. Solo estoy cansada —mentí, limpiándome las lágrimas con el dorso de la mano.

Pero no era cansancio. Era miedo. Miedo a quedarme sola, a no saber quién soy sin él. Miedo a enfrentarme al silencio de una casa donde ya no hay risas ni caricias.

Esa noche, Ernesto llegó tarde. Olía a perfume barato y traía los ojos brillosos, como cuando toma tequila con sus amigos del taller mecánico. Me miró apenas y murmuró:

—No me esperes despierta.

Quise gritarle, preguntarle si había otra mujer, si ya no me amaba. Pero me tragué las palabras. Me senté en la cama y abracé la almohada como si fuera un salvavidas.

Los días siguientes fueron iguales: silencios largos, miradas esquivas, excusas para no cenar juntos. Valeria empezó a preguntar por qué papá ya no jugaba con ella los domingos. Yo inventaba respuestas: «Está cansado», «Tiene mucho trabajo». Pero ella sabía que algo andaba mal.

Una tarde, mientras doblaba la ropa en el patio, escuché a Ernesto hablando por teléfono:

—Sí, mi amor… yo también te extraño… pronto le diré todo a Kazimiera…

Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. El guayabo seguía ahí, imperturbable, pero yo me desmoroné como una rama seca.

Esa noche lo enfrenté:

—¿Quién es ella?

Ernesto bajó la mirada. No negó nada. Solo dijo:

—No sé cómo pasó… pero ya no te amo.

Las palabras me atravesaron como cuchillos. Grité, lloré, le arrojé la taza de café contra la pared. Valeria se tapó los oídos en su cuarto y yo sentí que el mundo se acababa.

Los días siguientes fueron un infierno. Ernesto se fue de la casa y yo tuve que explicarle a Valeria que papá ya no volvería. Ella lloró en mis brazos y yo sentí que le fallaba como madre.

La familia empezó a opinar:

—Kazimiera, deberías haberlo cuidado más —dijo mi tía Lucía.

—Los hombres son así, no te mortifiques —agregó mi vecina Rosa.

Pero nadie entendía el vacío que sentía al despertar sola cada mañana. Nadie veía las noches en vela, los platos sin lavar porque no tenía fuerzas ni para eso.

Un día, mi madre vino a visitarme desde Tepic. Me abrazó fuerte y me dijo:

—Hija, nadie se muere de amor. Llora lo que tengas que llorar, pero levántate. Valeria te necesita fuerte.

Sus palabras fueron como agua fresca en medio del desierto. Empecé a salir al parque con Valeria, a buscar trabajo en una panadería cercana. Al principio sentía vergüenza: «La esposa abandonada», murmuraban las vecinas. Pero poco a poco fui recuperando mi dignidad.

Una tarde, mientras horneaba pan dulce con doña Carmen, la dueña de la panadería, ella me dijo:

—Kazimiera, eres buena gente. No dejes que un hombre te haga sentir menos.

Esas palabras me acompañaron durante semanas. Empecé a mirarme al espejo sin desprecio. A veces lloraba todavía por las noches, pero ya no era por Ernesto; era por mí, por todo lo que había dejado de ser por complacerlo.

Valeria empezó a sonreír otra vez. Me ayudaba en la panadería después de la escuela y juntas inventábamos recetas nuevas: panecillos rellenos de cajeta, galletas con chispas de chocolate. La gente venía solo para probar nuestras creaciones y poco a poco empecé a sentirme útil otra vez.

Un día Ernesto vino a buscarme. Traía flores baratas y una cara de arrepentimiento que no le creí ni por un segundo.

—Kazimiera… cometí un error… extraño a Valeria… extraño nuestra casa…

Lo miré largo rato antes de responder:

—Ernesto, tú elegiste irte. Ahora nos toca elegir a nosotras.

Valeria lo abrazó tímidamente pero luego corrió hacia mí y me tomó la mano con fuerza.

Esa noche dormí tranquila por primera vez en meses. No porque todo estuviera resuelto, sino porque entendí que podía seguir adelante sola.

Hoy miro por la ventana y veo el guayabo floreciendo otra vez. La vida sigue, aunque duela. Aprendí que cada encuentro tiene su tiempo y cada despedida también.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más viven calladas este dolor? ¿Cuándo aprenderemos a elegirnos primero a nosotras mismas?