Cada día cocino de nuevo, porque Julián rechaza las sobras: ¿Cómo salgo de este círculo?
—¿Otra vez arroz recalentado, Mariana? —La voz de Julián retumbó en la cocina, mientras yo, con las manos aún húmedas del lavaplatos, trataba de sonreírle.
No contesté. Solo bajé la mirada y sentí cómo el cansancio me recorría el cuerpo. Era miércoles, pero para mí todos los días parecían el mismo: levantarme antes que el sol, preparar huevos revueltos y café recién hecho para Julián, dejar a los niños en la escuela, correr al trabajo en el hospital y, al regresar, enfrentarme a la pregunta inevitable: ¿qué vas a cocinar hoy?
En mi familia, como en tantas otras de mi barrio en Medellín, la comida es sagrada. Pero para Julián, la comida solo vale si es recién hecha. No importa si ayer preparé una bandeja paisa que me tomó tres horas; si sobra, se queda en la nevera hasta que yo, resignada, la tiro a la basura. «La comida recalentada sabe feo», dice él. «No es lo mismo».
Al principio, cuando nos casamos, pensé que era una manía pasajera. Pero con los años se volvió una regla no escrita. Mis amigas me decían que estaba loca por aguantarlo. Mi mamá me aconsejaba paciencia: «Así son los hombres, hija. Hay que saber llevarlos». Pero yo sentía que cada día perdía un pedazo de mí misma entre ollas y sartenes.
Una noche, mientras revolvía una sopa de lentejas, mi hija Camila se acercó y me abrazó por la cintura.
—Mami, ¿por qué siempre cocinas tanto? ¿No te cansas?
Me mordí el labio para no llorar. ¿Cómo explicarle a una niña de ocho años que su mamá ya no sabe cómo pedir ayuda? Que teme que si un día deja de cocinar, todo se desmorone.
Julián entró a la cocina y olfateó el aire.
—¿Otra vez lentejas? ¿No puedes hacer algo diferente?
Sentí una punzada en el pecho. Quise gritarle que no soy su empleada, que también trabajo todo el día, que también me canso. Pero solo asentí y seguí revolviendo.
Esa noche no pude dormir. Me quedé mirando el techo y pensando en mi abuela Lucía, que crió sola a cinco hijos en el campo y nunca se quejó. ¿Será que yo soy débil? ¿Será que las mujeres de antes eran más fuertes?
Al día siguiente, en el hospital, le conté a mi compañera Paola lo que pasaba.
—Mariana, eso no es normal —me dijo—. Tienes derecho a descansar. ¿Por qué no hablas con él?
Pero yo temía el conflicto. Julián nunca fue violento, pero cuando se enoja puede pasar días sin hablarme. Y yo odio el silencio en casa.
Una tarde de viernes, después de una semana especialmente dura, llegué a casa y vi a Julián sentado frente al televisor. Ni siquiera volteó a mirarme.
—¿Qué hay para cenar? —preguntó sin apartar la vista del partido.
Sentí cómo algo dentro de mí se rompía. Dejé caer las llaves sobre la mesa y me planté frente a él.
—Julián, estoy cansada —dije con voz temblorosa—. No puedo seguir cocinando todos los días como si fuera un restaurante. Trabajo igual que tú. Necesito descansar.
Él me miró sorprendido, como si nunca hubiera pensado en eso.
—Pero… siempre lo has hecho —balbuceó.
—Sí —respondí—. Pero ya no puedo más.
El silencio llenó la sala. Los niños miraban desde la puerta del cuarto, asustados. Por primera vez en años sentí miedo de lo que pudiera pasar si insistía.
Esa noche no cenamos juntos. Julián salió a comprar empanadas y yo me encerré en el baño a llorar.
Pasaron los días y la tensión se volvió insoportable. Julián dejó de hablarme y los niños preguntaban por qué papá estaba tan serio. Yo seguía cocinando por inercia, pero cada vez con menos ganas.
Un domingo por la tarde, mi mamá vino de visita. Me encontró lavando platos y me abrazó fuerte.
—Hija, tienes derecho a ser feliz —me susurró—. No te olvides de ti misma.
Sus palabras me hicieron pensar en todo lo que había sacrificado: mis sueños de estudiar enfermería avanzada, mis tardes libres con los niños, incluso mi salud. Todo por mantener una paz frágil basada en rutinas imposibles.
Esa noche reuní valor y hablé con Julián otra vez.
—Necesitamos cambiar —le dije—. No puedo seguir así. O aprendemos a compartir las tareas o esto no va a funcionar.
Él guardó silencio largo rato. Al final suspiró y bajó la cabeza.
—No sabía que te sentías así —admitió—. Pensé que te gustaba cocinar…
—Me gusta —le respondí—. Pero no todos los días. No sola.
Fue un comienzo difícil. Hubo discusiones y lágrimas. Pero poco a poco empezamos a repartir las tareas: algunos días Julián cocinaba (aunque solo fueran arepas), otros días comíamos sobras sin culpa o pedíamos comida rápida para variar.
No fue fácil romper años de costumbre ni enfrentar los comentarios de familiares: «¿Cómo así que Julián cocina? ¿Y tú qué haces?» Pero aprendí a ignorar las críticas y a escucharme más a mí misma.
Hoy todavía hay días en los que me siento agotada o culpable por no cumplir con todas las expectativas. Pero cuando veo a mis hijos ayudando en la cocina o a Julián sirviendo la mesa sin protestar, sé que valió la pena luchar por un cambio.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres siguen atrapadas en este ciclo sin fin? ¿Cuándo aprenderemos a pedir ayuda sin sentirnos menos? ¿Y tú… alguna vez te has sentido así?