¿Ciego o indiferente? La historia de Natalia y el precio invisible de la vida cotidiana
—¿Otra vez gastaste tanto en el súper, Natalia? —La voz de Miguel retumba en la cocina diminuta, mientras revisa el ticket con el ceño fruncido. Yo, con las manos aún húmedas de lavar las verduras, siento cómo se me encoge el estómago. No es la primera vez que tenemos esta conversación, pero cada vez duele más.
—Miguel, ¿tienes idea de cuánto cuesta la leche, el pan, los huevos? Todo subió otra vez —respondo, tratando de mantener la calma. Él deja el ticket sobre la mesa y suspira, como si yo fuera una niña caprichosa que no sabe administrar.
Llevo dos años viviendo con él en este departamento en la Narvarte. Al principio, todo era novedad: compartir el espacio, elegir juntos los muebles baratos de la Lagunilla, cocinar recetas que encontrábamos en YouTube. Pero pronto la rutina se instaló y, con ella, una división invisible: yo me convertí en la encargada de todo lo doméstico y él… bueno, él simplemente estaba ahí.
Recuerdo a mi mamá diciéndome: “Natalia, no te vayas a dejar cargar todo sola. El amor es de dos”. Pero yo estaba enamorada y pensaba que todo se podía hablar. Ahora, cada vez que veo a Miguel ignorar la pila de trastes o preguntar por qué falta papel higiénico, siento que me ahogo.
La semana pasada fue el colmo. Llegué cansada del trabajo —soy maestra en una primaria pública— y encontré la casa hecha un desastre. Había ropa sucia por todos lados y ni una gota de leche para el café. Cuando le pedí que fuera al Oxxo por lo menos por un litro, me miró como si le pidiera un favor imposible.
—¿Por qué no fuiste tú saliendo del trabajo? —me dijo sin levantar la vista del celular.
Esa noche lloré en silencio en el baño. No era sólo por la leche ni por los trastes; era por sentirme invisible. ¿De verdad Miguel no ve todo lo que hago? ¿O simplemente no le importa?
Al día siguiente, decidí hablarlo con mi amiga Paola. Nos sentamos en una cafetería cerca del metro Etiopía y le conté todo entre sorbos de café barato.
—Amiga, eso es súper común —me dijo—. A mi hermana le pasa igual con su esposo. Los hombres creen que las cosas aparecen solas porque nunca les tocó hacerlas.
—Pero yo no quiero eso para mí —le respondí—. No quiero convertirme en mi mamá, que siempre estaba cansada y nadie se lo agradecía.
Paola me animó a hacer cuentas claras con Miguel. “Ponle números a todo lo que gastas y hazle ver cuánto cuesta realmente vivir aquí”, sugirió. Así que esa noche, armada con una hoja de Excel y todos los tickets guardados en una caja de zapatos, me senté frente a Miguel.
—Mira —le dije—, esto es lo que gastamos cada mes: comida, limpieza, gas, luz… Todo suma casi la mitad de mi sueldo. Y tú sólo pagas el internet y Netflix.
Miguel se quedó callado un momento. Luego se encogió de hombros.
—Pues dime cuánto te paso y ya —dijo, como si fuera una transacción fría.
Sentí un nudo en la garganta. No era sólo el dinero; era el hecho de que no entendía lo que significaba cargar sola con todo. No quería su dinero; quería su atención, su empatía.
Esa noche dormimos dándonos la espalda. Yo repasaba mentalmente cada momento en que me sentí sola en esta relación: cuando enfermé y tuve que ir sola al doctor porque él tenía “mucho trabajo”, cuando celebré mi cumpleaños cocinando para todos sus amigos porque “a ti te sale mejor”, cuando me pidió que le ayudara a buscar sus calcetas porque “tú sabes dónde están las cosas”.
Al día siguiente, mientras preparaba café, escuché a Miguel hablando por teléfono con su mamá.
—Sí, ma’, Natalia anda muy rara últimamente… No sé qué le pasa —decía él.
Sentí rabia e impotencia. ¿Cómo podía no entenderlo? ¿Tan difícil era ver todo lo que hacía?
Esa tarde decidí irme a casa de Paola unos días. Le dejé una nota a Miguel: “Necesito tiempo para pensar si esto es lo que quiero para mi vida”.
En casa de Paola sentí un alivio extraño. Me di cuenta de que llevaba mucho tiempo viviendo para alguien más y olvidándome de mí misma. Paola me abrazó fuerte y me dijo: “No estás sola”.
Pasaron tres días antes de que Miguel me llamara. Su voz sonaba diferente: cansada, insegura.
—Natalia… ¿vas a volver? La casa está hecha un desastre… No sé ni cómo poner la lavadora —me confesó casi susurrando.
Por primera vez sentí compasión por él, pero también por mí misma. ¿Cuántas mujeres viven así? ¿Cuántas veces hemos normalizado cargar con todo porque “así es”? ¿Cuánto vale realmente nuestro trabajo invisible?
Regresé al departamento sólo para recoger algunas cosas y hablar con Miguel cara a cara. Lo encontré sentado en la sala, rodeado de platos sucios y bolsas del súper sin guardar.
—Miguel —le dije—, esto no es sólo cuestión de dinero. Es cuestión de respeto y de ver al otro. Yo no quiero ser tu mamá ni tu sirvienta. Quiero ser tu pareja.
Él bajó la cabeza y murmuró:
—Nunca pensé que fuera tan difícil… Perdón.
No sé qué va a pasar después. Tal vez podamos aprender juntos o tal vez cada quien siga su camino. Pero hoy sé que mi trabajo vale y que merezco ser vista.
¿Y ustedes? ¿Han sentido alguna vez que su esfuerzo es invisible? ¿Cuánto tiempo más vamos a normalizarlo?