Cinco años después: ¿Vale más la familia que el dinero?

—¿Otra vez vas a sacar ese tema, Mariana? —me gritó Javier, mi esposo, mientras cerraba de golpe la puerta de la cocina. El ruido hizo temblar los vasos en la alacena y a mí me temblaron las manos.

No era la primera vez que discutíamos por lo mismo. Cinco años atrás, cuando su papá enfermó y su mamá llegó llorando a nuestra casa en Ciudad de México, no dudé ni un segundo en ofrecerles nuestros ahorros. “Es solo un préstamo, Mariana, en cuanto se recupere mi papá y vendan el terreno en Puebla, nos lo devuelven”, me prometió Javier con esa seguridad que siempre me enamoró. Pero el terreno nunca se vendió, el dinero nunca volvió y la enfermedad de don Ernesto solo trajo más gastos y silencios incómodos en las reuniones familiares.

Hoy, cinco años después, ese dinero es una sombra que se cuela entre nosotros cada vez que falta para pagar la colegiatura de Sofi o cuando tengo que decirle a mi hijo menor que no podemos ir al cine porque no alcanza. Pero lo peor no es eso. Lo peor es ver cómo la familia se ha ido resquebrajando, cómo mi suegra ya casi no me mira a los ojos y cómo Javier se ha vuelto un hombre distinto: callado, irritable, distante.

—No es solo el dinero, Javier —le dije esa noche, con voz baja para que los niños no escucharan—. Es que siento que nadie piensa en nosotros. Que tu familia solo nos busca cuando necesita algo. ¿Y nosotros? ¿Quién piensa en nosotros?

Él me miró con esos ojos cansados y llenos de culpa. —Son mis padres, Mariana. ¿Qué querías que hiciera? ¿Dejarlos solos?

—No —le respondí—. Pero tampoco quería perderte a ti en el proceso.

Esa noche dormimos espalda con espalda. Yo lloré en silencio, recordando cómo era nuestra vida antes de todo esto: sencilla, sí, pero llena de planes y sueños. Ahora solo había cuentas por pagar y silencios cada vez más largos.

El tema del dinero se volvió un tabú en la familia. Mi cuñada Lucía dejó de visitarnos porque “siempre estás de malas”, según ella. Mi suegra apenas me saludaba con un beso frío en la mejilla y don Ernesto, ya muy débil, solo murmuraba palabras de agradecimiento cada vez que nos veía. Pero yo sentía que el agradecimiento no era suficiente para llenar el vacío que había dejado ese préstamo.

Un domingo, durante una comida familiar, exploté. Fue cuando Lucía hizo un comentario sobre lo difícil que estaba la vida y cómo “algunos tienen suerte de tener ahorros”. Sentí que me hervía la sangre.

—¿Suerte? —le dije, sin poder contenerme—. ¿Tú crees que fue suerte prestarles nuestros ahorros? Cinco años llevamos esperando que nos devuelvan ese dinero y nadie dice nada.

El silencio fue absoluto. Javier me miró como si no me reconociera. Mi suegra empezó a llorar y Lucía se levantó de la mesa indignada.

—¡Siempre con lo mismo! —gritó Lucía—. ¡Si tanto te duele el dinero, mejor no vengas!

Me fui al baño a llorar. Me sentí sola, incomprendida, como si fuera yo la mala por reclamar lo justo. Cuando salí, Javier ya estaba listo para irnos. No dijo nada durante el camino a casa.

Esa noche hablamos largo y tendido. Le dije todo lo que tenía guardado: el miedo a perderlo, el resentimiento hacia su familia, la culpa por sentirme egoísta.

—No eres egoísta —me dijo finalmente—. Solo quieres justicia.

Pero ¿qué es justicia en una familia? ¿Es exigir lo que nos corresponde aunque eso signifique romper relaciones? ¿O es callar y aguantar por amor?

Las semanas siguientes fueron un infierno. Javier se distanció aún más de su familia y yo sentí que había abierto una herida imposible de cerrar. Sofi empezó a preguntar por qué ya no íbamos a casa de los abuelos y yo no supe qué responderle.

Un día recibí una llamada inesperada de mi suegra. Su voz sonaba temblorosa.

—Mariana… sé que te hemos fallado. No tengo cómo devolverte el dinero ahora, pero quiero pedirte perdón. No quiero perder a mis nietos ni a ti.

Lloré al escucharla. Por primera vez sentí que alguien entendía mi dolor.

Poco a poco empezamos a hablar más honestamente en la familia. No recuperamos el dinero, pero sí algo de paz. Aprendí a soltar un poco el rencor, aunque todavía duele cada vez que veo nuestra cuenta bancaria en ceros.

Hoy sigo preguntándome si hice bien en reclamar o si debí quedarme callada para mantener la armonía familiar. ¿Vale más la familia que el dinero? ¿O es justo exigir lo nuestro aunque eso duela?

A veces me miro al espejo y me pregunto: ¿cuántas familias en Latinoamérica han pasado por algo parecido? ¿Qué harían ustedes en mi lugar?