¿Cómo es posible que nadie me vea?
—¿Cómo es posible que nadie me vea? —me pregunté en voz alta, mientras me retocaba el labial rojo frente al espejo agrietado del baño. Afuera, la música de la fiesta de fin de año de la empresa retumbaba en las paredes del salón comunal del barrio San Martín. Mi reflejo me devolvía una mirada desafiante, pero en el fondo podía ver el cansancio de años intentando ser alguien en un mundo que parecía no tener espacio para mí.
Mi nombre es Camila Rodríguez. Nací y crecí en Medellín, en una familia donde el silencio era más fuerte que cualquier grito. Mi mamá, doña Teresa, siempre decía: “Las mujeres deben ser discretas, Camila. No llames la atención”. Pero yo quería todo lo contrario. Quería que me vieran, que me escucharan, que alguien —aunque fuera solo una vez— pronunciara mi nombre con deseo o admiración.
Esa noche, mientras me arreglaba para la fiesta de la empresa, tenía un objetivo claro: conquistar a Julián Torres, el chico nuevo del área de contabilidad. Había llegado hacía tres meses y desde entonces todas las compañeras hablaban de su sonrisa y sus ojos verdes. Yo también lo noté, pero él nunca parecía notar a nadie. O al menos, nunca me notó a mí.
—¿Lista? —preguntó mi mejor amiga, Valeria, asomándose por la puerta.
—Más que lista —le respondí, forzando una sonrisa.
Valeria era todo lo que yo no: extrovertida, espontánea, con esa belleza natural que no necesita maquillaje ni vestidos caros. A veces sentía celos de ella, pero también era la única persona que realmente me escuchaba.
Entramos juntas al salón. Las luces de colores giraban sobre nuestras cabezas y el olor a aguardiente y empanadas llenaba el aire. Saludé a mis compañeros con la mejor actitud posible, pero sentía que mis palabras se perdían entre risas ajenas y conversaciones sobre fútbol y política.
Vi a Julián junto a la mesa del ponqué, rodeado de colegas. Me acerqué con decisión.
—Hola, Julián —dije, intentando sonar casual.
Él levantó la vista y sonrió brevemente.
—Hola, Camila. ¿Cómo vas?
—Bien… ¿Y tú? —pregunté, sintiendo cómo mi corazón latía con fuerza.
—Todo bien —respondió él antes de volver a su conversación con Andrés y Paola.
Me quedé allí unos segundos, esperando que dijera algo más. Pero nada. Sentí una punzada en el pecho y me alejé fingiendo buscar algo en mi bolso.
Valeria se acercó y me abrazó por los hombros.
—No te preocupes, Cami. Es un tipo raro. Además, tú vales mucho más que eso.
Pero yo no quería escuchar palabras de consuelo. Quería ser vista. Quería sentirme importante.
La noche avanzó entre bailes forzados y sonrisas fingidas. En un momento, vi a Julián salir al patio trasero con Paola. No pude evitar seguirlos con la mirada. Vi cómo se reían juntos, cómo ella le tocaba el brazo y él no se apartaba. Sentí rabia y vergüenza al mismo tiempo.
Me refugié en el baño y me miré otra vez al espejo. “¿Qué tengo de malo?”, pensé. “¿Por qué nadie me ve?”
Recordé entonces mi infancia: las veces que intenté llamar la atención de mi papá cuando llegaba borracho a casa; las veces que mi mamá me decía que no hiciera ruido porque podía molestar a los vecinos; las veces que en el colegio me elegían de última para los equipos de voleibol.
Salí del baño decidida a no dejarme vencer por esa sensación de invisibilidad. Me acerqué a la pista de baile y comencé a moverme sola, cerrando los ojos y dejando que la música me llevara lejos de ese lugar.
De repente sentí una mano en mi hombro. Era Julián.
—¿Bailamos? —preguntó con una sonrisa tímida.
Sentí un vuelco en el estómago. Asentí sin decir palabra y dejamos que la cumbia nos envolviera. Por un momento sentí que todo era posible; que por fin alguien me veía.
Pero cuando terminó la canción, Julián se inclinó hacia mí y susurró:
—Gracias por sacarme a bailar. Paola está molesta conmigo y necesitaba distraerme un poco.
Me quedé helada. No era yo; era solo una excusa para sus propios problemas.
La fiesta terminó y caminé sola hasta mi casa bajo la lluvia fina de diciembre. Al llegar, encontré a mi mamá viendo una novela en la sala.
—¿Cómo te fue? —preguntó sin apartar la vista del televisor.
—Bien —mentí.
Subí a mi cuarto y me quité los tacones con rabia. Miré mi reflejo una vez más y sentí ganas de llorar. ¿Por qué siempre tenía que esforzarme tanto para ser vista? ¿Por qué sentía que nunca era suficiente?
A la mañana siguiente, Valeria me llamó temprano.
—Cami, ¿estás bien?
—No sé… Siento que nunca voy a encajar —le confesé entre sollozos.
—No tienes que encajar en ningún molde —me dijo ella—. Eres suficiente tal como eres. Pero tienes que creértelo tú primero.
Sus palabras resonaron en mi cabeza todo el día mientras ayudaba a mi mamá con las compras en la plaza del barrio. Vi mujeres como yo: cansadas, invisibles para sus maridos e hijos, esforzándose por mantener todo en orden sin recibir ni un gracias.
Esa noche decidí hacer algo diferente. Me senté con mi mamá en la sala y le pregunté:
—Mamá, ¿alguna vez te has sentido invisible?
Ella me miró sorprendida y luego bajó la mirada.
—Toda mi vida —susurró—. Pero aprendí a vivir así porque pensé que era lo normal.
Sentí un nudo en la garganta. No quería resignarme a ese destino.
Pasaron los días y poco a poco empecé a cambiar pequeñas cosas: hablé más en las reuniones del trabajo; defendí mis ideas aunque temblara por dentro; invité a Valeria y otras amigas a tomar café en casa sin esperar permiso ni aprobación de nadie.
Un día Julián se acercó a mi escritorio con una sonrisa nerviosa.
—Camila… ¿te gustaría salir conmigo este viernes?
Lo miré fijamente y sentí algo diferente: ya no necesitaba su atención para sentirme viva. Sonreí amablemente y le respondí:
—Gracias, Julián… pero este viernes tengo planes conmigo misma.
Esa noche caminé por las calles iluminadas del barrio San Martín sintiéndome ligera por primera vez en años. Tal vez nunca sería la más vista ni la más admirada… pero por fin empezaba a verme yo misma.
Ahora les pregunto: ¿cuántas veces han sentido que nadie los ve? ¿Cuánto tiempo más vamos a dejar que otros decidan nuestro valor?