¿Cómo se perdona una traición?
—¿Me escuchas? ¿De verdad me escuchas, Ernesto? —mi voz temblaba, pero no podía detenerme—. Quiero abrirte los ojos…
Ernesto bajó la mirada, sus dedos tamborileando nerviosos sobre la mesa de madera que mi abuela Lucía nos regaló cuando nos mudamos a este departamento en el centro de Guadalajara. Afuera, el bullicio de la ciudad parecía burlarse de mi silencio. Yo, Mariana Torres, sentada frente al hombre que juró amarme para siempre, sentía que el mundo se partía en dos.
—Mariana, por favor… —susurró él, pero no terminó la frase. No podía. No después de lo que había hecho.
La noche anterior, encontré los mensajes. No fue por accidente: llevaba semanas sintiendo ese vacío, esa distancia que ni los desayunos juntos ni las risas con nuestros hijos podían llenar. El celular vibró en la madrugada y, por primera vez en veinte años, sentí miedo de mirar. Pero lo hice. Y ahí estaba: “Te extraño”, “No puedo dejar de pensar en ti”, “¿Cuándo nos vemos otra vez?” Firmado: Laura.
Laura. La mejor amiga de mi hermana. La que venía a las fiestas familiares y me abrazaba como si nada. Sentí náuseas. Sentí rabia. Sentí que me arrancaban el corazón con las manos.
—¿Por qué? —le pregunté ahora, con la voz rota—. ¿Por qué ella? ¿Por qué a mí?
Él se llevó las manos a la cabeza, desesperado.
—No sé… No sé en qué momento todo se salió de control. Fue un error, Mariana. Un error horrible.
Quise gritarle que los errores no duran seis meses. Que los errores no mandan mensajes a las tres de la mañana. Pero me quedé callada. Porque nuestros hijos dormían en la habitación de al lado y porque no quería que escucharan cómo se desmoronaba su familia.
Pensé en mis padres, en cómo siempre decían que el matrimonio era para toda la vida. Que había que aguantar, que nadie es perfecto. Pero también recordé a mi madre llorando en silencio cuando mi papá llegaba tarde y olía a perfume barato. ¿Eso quería para mí? ¿Repetir la historia?
El reloj marcaba las 6:30 am. Pronto, Camila y Emiliano se despertarían para ir a la escuela. Tenía que decidir si fingir normalidad o dejar que el dolor lo inundara todo.
—¿Y ahora qué? —pregunté, sin mirarlo—. ¿Qué se supone que haga yo con esto?
Ernesto se levantó y caminó hacia mí. Intentó tomarme la mano, pero me aparté.
—Mariana, te juro que fue un error. No quiero perderte. No quiero perder a nuestra familia.
Me reí, amarga.
—¿Y pensaste en eso cuando te metiste en su cama?
El silencio fue tan espeso que casi podía tocarlo.
Recordé cuando recién nos casamos y vivíamos en un departamento diminuto en Tlaquepaque. No teníamos dinero ni muebles bonitos, pero nos teníamos el uno al otro. Ahora teníamos todo lo material: departamento propio, dos autos, vacaciones cada verano en Puerto Vallarta… ¿De qué servía todo eso si ya no confiaba en él?
Mi hermana llegó esa tarde sin avisar. Abrió la puerta con su copia de las llaves y me encontró llorando en la cocina.
—¿Qué pasó? —preguntó alarmada.
No pude mentirle. Le conté todo entre sollozos y rabia contenida.
—¡Esa desgraciada! —gritó ella—. ¡Siempre fue una hipócrita! Pero tú… tú no tienes por qué aguantar esto, Mariana.
La miré, buscando respuestas en sus ojos oscuros.
—¿Y los niños? ¿Y nuestra familia? ¿Voy a destruir todo por un error?
Ella me abrazó fuerte.
—No eres tú quien destruyó nada. Fue él.
Esa noche dormí poco. Ernesto se quedó en el sofá, mientras yo abrazaba a Camila y Emiliano como si pudiera protegerlos del dolor que se avecinaba.
Pasaron los días y las preguntas no me dejaban en paz: ¿vale más una vida cómoda que mi dignidad? ¿Puedo perdonar una traición así? ¿Y si lo hago, podré volver a confiar?
En el trabajo fingía normalidad ante mis compañeros del hospital civil donde soy enfermera. Pero cada vez que veía a una pareja tomarse de la mano o reír juntos en la sala de espera, sentía una punzada de celos y tristeza.
Una tarde, mientras preparaba café para los médicos residentes, mi amiga Paola se acercó.
—Te ves mal, Mari… ¿Todo bien en casa?
No pude evitarlo: rompí a llorar frente a ella.
—Me engañó —susurré—. Con alguien cercano…
Paola me abrazó sin decir nada más. A veces no hacen falta palabras.
Esa noche Ernesto llegó temprano con flores y una carta escrita a mano. Decía que me amaba, que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para recuperar mi confianza. Que iría a terapia, que cortaría todo contacto con Laura, que haría lo que fuera necesario.
Pero yo ya no era la misma Mariana ingenua de antes.
—No sé si puedo perdonarte —le dije—. No sé si quiero hacerlo siquiera.
Él lloró por primera vez desde que lo conozco. Lloró como un niño perdido y asustado.
Los días se volvieron semanas. Mis hijos empezaron a notar el ambiente tenso en casa.
—¿Por qué ya no cenamos juntos? —preguntó Camila una noche—. ¿Por qué papá duerme en el sillón?
No supe qué responderle. Solo la abracé y le dije que a veces los adultos cometen errores y tienen que aprender a arreglarlos.
Mi madre vino desde Tepic cuando se enteró de todo. Me trajo tamales y palabras de consuelo.
—Hija, nadie puede decirte qué hacer —me dijo mientras cocinábamos juntas—. Solo tú sabes cuánto puedes soportar… pero recuerda: tu felicidad también importa.
Esa noche soñé con mi infancia: con los domingos en el parque Revolución, con mi papá lanzándome al aire mientras mi mamá reía desde una banca cercana. ¿Cuándo dejamos de ser felices? ¿Cuándo dejamos de luchar por nosotros mismos?
Finalmente, llegó el día en que tuve que decidir: seguir fingiendo o empezar de nuevo sola.
Llamé a Ernesto a la sala.
—He decidido algo —dije con voz firme—. Necesito tiempo sola. Necesito saber quién soy sin ti… sin esta herida abierta todos los días.
Él asintió, derrotado.
Esa noche dormí sola por primera vez en veinte años. Lloré mucho, pero también sentí una extraña paz.
Hoy escribo esto desde mi nueva casa, pequeña pero mía. Mis hijos vienen los fines de semana y poco a poco vamos sanando juntos.
A veces me pregunto si hice bien o mal; si debí luchar más o perdonar antes. Pero también sé que merezco respeto y amor verdadero.
¿Ustedes qué harían? ¿Perdonarían una traición así o buscarían empezar de nuevo? ¿Vale más una vida cómoda o nuestra dignidad?