Como una maleta sin asa
—Javier, no vuelvas más. ¿Está claro? —dije con la voz temblorosa, mientras el olor a café quemado llenaba la cocina. Él se detuvo en seco, una mano en la perilla de la puerta, la otra apretando el maletín como si fuera un salvavidas.
—¿Qué dices, Mariana? ¿Hoy no regreso o nunca más? —preguntó, sin atreverse a mirarme a los ojos. El reloj marcaba las 7:15 y los cláxones de la avenida Insurgentes ya se escuchaban desde nuestro departamento en la Narvarte.
—Nunca más —susurré, sintiendo cómo se me rompía algo adentro. Él bajó la mirada, se puso los zapatos apresuradamente y salió sin decir nada más. El portazo retumbó en mi pecho como un disparo.
Me quedé sola en la cocina, con las manos temblando y el corazón hecho trizas. Afuera, la ciudad seguía su curso: los vendedores ambulantes gritaban sus ofertas, los niños corrían al colegio, y yo… yo sentía que mi vida se había detenido. ¿Cómo llegué hasta aquí? ¿En qué momento mi matrimonio se volvió una carga imposible de llevar?
Recuerdo cuando conocí a Javier en la UNAM. Él era divertido, soñador, siempre tenía una historia para contar. Nos enamoramos rápido, como suele pasar cuando tienes veinte años y crees que el amor todo lo puede. Nos casamos jóvenes, con la bendición de nuestras familias y la promesa de construir algo juntos. Pero los años pasaron y lo que era pasión se volvió rutina; lo que era complicidad se transformó en silencios incómodos y reproches velados.
La presión de mi mamá era constante: “Mariana, una mujer sola en esta ciudad es presa fácil. Aguanta, hija. Todos los matrimonios tienen problemas”. Pero yo ya no podía más. Cada día sentía que cargaba con una maleta sin asa: ni podía avanzar ni soltarla sin dolor.
Las peleas empezaron por tonterías: quién olvidó comprar el pan, quién dejó la luz encendida. Pero detrás de cada discusión había algo más profundo: el resentimiento de los sueños no cumplidos, la frustración de sentirme invisible en mi propia casa. Javier llegaba tarde del trabajo, siempre cansado, siempre con el celular en la mano. Yo me convertí en un fantasma que cocinaba, limpiaba y fingía sonreír en las reuniones familiares.
Una noche, después de otra discusión absurda sobre el dinero —siempre el dinero— lo escuché hablar por teléfono en el balcón. No alcancé a oír todo, pero sí lo suficiente para entender que había otra mujer. No lloré. No grité. Solo sentí un frío inmenso recorrerme el cuerpo.
Al día siguiente, preparé el desayuno como siempre. Javier actuó como si nada hubiera pasado. Me miró con esos ojos cansados y me preguntó si quería salir el sábado al cine. Yo asentí, pero por dentro ya había tomado una decisión.
Durante semanas, ensayé mil veces las palabras en mi cabeza: “No quiero seguir así”, “Merezco algo mejor”, “No soy feliz”. Pero cada vez que lo intentaba, me ahogaba el miedo: ¿Qué dirán mis tías? ¿Cómo voy a pagar la renta sola? ¿Y si me equivoco?
La gota que derramó el vaso fue una tarde lluviosa de junio. Llegué temprano del trabajo y encontré a Javier dormido en el sillón, abrazando su celular como si fuera un tesoro. En la pantalla vi un mensaje: “Te extraño”. No era para mí.
Esa noche no dormí. Me senté en la sala con una taza de café frío y miré las fotos de nuestra boda: mi vestido blanco comprado en Tepito, las flores marchitas que aún guardaba en un cajón, las sonrisas falsas frente a la cámara. Me di cuenta de que llevaba años fingiendo una felicidad que no sentía.
Al día siguiente, cuando Javier se preparaba para irse al trabajo, reuní todo el valor que me quedaba y le pedí que no volviera más.
Los días siguientes fueron un torbellino de emociones: culpa, alivio, miedo. Mi mamá me llamó llorando: “¿Cómo pudiste hacerle esto? ¿Y si nunca encuentras a alguien más?”. Mi hermana menor me abrazó en silencio; ella sí entendía lo que era sentirse atrapada.
En el trabajo nadie preguntó nada, pero las miradas curiosas no faltaron. En México todos creen tener derecho a opinar sobre tu vida privada. Una vecina me trajo tamales “para que no te sientas sola”, pero también para enterarse del chisme.
Las noches eran las peores. Me acostaba en una cama demasiado grande y vacía, escuchando el eco de mis propios pensamientos: “¿Hice bien? ¿No estaré siendo egoísta?”. Pero poco a poco empecé a descubrir pequeñas libertades: ver mis series favoritas sin discutir por el control remoto, comer cereal para cenar sin sentirme juzgada, bailar sola en la sala cuando nadie me veía.
Un sábado por la tarde salí al parque con mi perro Pancho. Me senté en una banca y observé a las familias pasar: parejas tomadas de la mano, niños corriendo detrás de una pelota. Sentí nostalgia por lo que alguna vez soñé tener, pero también gratitud por haberme atrevido a soltar esa maleta sin asa.
Un día recibí un mensaje de Javier: “¿Podemos hablar?”. Dudé mucho antes de responderle. Nos vimos en una cafetería cerca del metro Etiopía. Él parecía más viejo, más cansado. Hablamos largo rato; no hubo reproches ni lágrimas. Solo dos personas aceptando que su historia había terminado.
Hoy sigo viviendo en el mismo departamento pequeño de Narvarte. Trabajo mucho para pagar las cuentas y a veces extraño tener a alguien con quien compartir los domingos. Pero también he aprendido a disfrutar mi propia compañía y a no conformarme con menos de lo que merezco.
A veces me pregunto si algún día volveré a enamorarme o si este vacío será mi nueva normalidad. Pero al menos ahora sé que tengo el valor de soltar lo que me hace daño.
¿Y ustedes? ¿Cuántas veces han sentido que cargan con una maleta sin asa? ¿Vale la pena seguir arrastrándola solo por miedo al qué dirán?