Corro al trabajo para huir de mi esposo: La historia de un dolor oculto tras una sonrisa cotidiana

—¿Otra vez vas a salir tan temprano, Lucía? —me lanza Javier desde la cocina, su voz cargada de ese tono que ya me resulta insoportable.

No le respondo. Tomo mi bolso, reviso por tercera vez que llevo el celular y las llaves, y salgo casi corriendo. El portazo es mi única respuesta. Camino rápido por las calles de Villa del Sol, esquivando los baches y los vendedores ambulantes que ya empiezan a instalarse. El aire huele a pan recién hecho y a humedad; es un recordatorio cruel de que afuera la vida sigue, mientras adentro, en mi casa, todo se ha detenido.

Trabajo en una pequeña oficina de seguros en el centro de la ciudad. No es el empleo de mis sueños, pero aquí nadie me juzga por cómo visto ni por lo que digo. Aquí puedo respirar. Mis compañeras, Mariana y Teresa, saben que algo no anda bien en mi vida, pero nunca preguntan demasiado. A veces me miran con esa mezcla de compasión y respeto que sólo las mujeres que han sufrido pueden entender.

—¿Todo bien, Lucía? —me pregunta Mariana mientras enciende la cafetera.

—Sí, sólo un poco cansada —miento, como siempre.

Pero la verdad es que no dormí nada. Anoche Javier volvió a reclamarme por la cena fría, por los platos sin lavar, por el uniforme de nuestro hijo Tomás que no estaba planchado. Siempre encuentra algo. Hace años que no me mira como antes; ahora sólo ve mis errores.

Recuerdo cuando nos conocimos en la universidad. Él era divertido, soñador, lleno de planes. Yo lo admiraba porque parecía seguro de sí mismo. Nos casamos jóvenes, convencidos de que juntos podríamos con todo. Pero los años trajeron cuentas por pagar, hijos enfermos, rutinas asfixiantes y sueños postergados.

La primera vez que Javier levantó la voz fue porque olvidé comprar leche. Me gritó frente a Tomás y Valeria, nuestros hijos. Sentí vergüenza y miedo, pero me convencí de que era sólo el estrés. Después vinieron los silencios largos, las miradas frías, los reproches por cualquier cosa: por gastar mucho en el mercado, por hablar con mis amigas, por querer salir sola a caminar.

En el trabajo soy otra persona. Aquí puedo reírme fuerte sin miedo a que alguien me critique. Puedo tomarme un café sin sentirme culpable. Pero cuando llega la hora de volver a casa, siento un nudo en el estómago. Camino despacio, deseando que el tráfico sea eterno o que alguien me detenga en la calle para preguntarme cualquier cosa.

Una tarde, mientras revisaba unos papeles con Teresa, ella me miró fijamente y dijo:

—Lucía, ¿alguna vez pensaste en separarte?

Me quedé helada. Nadie me lo había preguntado tan directamente. Bajé la mirada y sentí las lágrimas ardiendo detrás de los ojos.

—No puedo —susurré—. No tengo a dónde ir. Y mis hijos…

Teresa asintió con tristeza. Ella también había pasado por algo parecido años atrás. Me contó cómo había dormido meses en el sofá antes de animarse a dejar a su esposo. Me dijo que al principio fue duro, pero después aprendió a vivir sin miedo.

Esa noche llegué a casa más tarde de lo habitual. Javier estaba sentado frente al televisor, con una cerveza en la mano.

—¿Dónde estabas? —preguntó sin mirarme.

—En el trabajo —respondí—. Salió tarde una póliza importante.

Él bufó y volvió su atención al partido de fútbol. Sentí ganas de gritarle que yo también estaba cansada, que yo también tenía derecho a equivocarme, a estar triste o simplemente a no querer hablar. Pero no dije nada. Fui a la cocina y empecé a preparar la cena en silencio.

A veces pienso en mis hijos. Tomás tiene 12 años y ya empieza a notar las tensiones en casa. Valeria es más pequeña, pero se aferra a mí cada vez que Javier levanta la voz. Me duele pensar que están creciendo en un ambiente donde el amor se ha vuelto una rutina vacía y los abrazos son cada vez más escasos.

Una noche escuché a Tomás decirle a su hermana:

—No llores, Valeria. Mamá siempre está triste porque papá le grita mucho.

Sentí una punzada en el pecho. ¿Eso era lo que les estaba enseñando? ¿Que era normal aguantar el dolor en silencio?

Empecé a buscar excusas para quedarme más tiempo en la oficina: cursos online, inventarios interminables, reuniones ficticias con clientes. Mariana y Teresa se dieron cuenta y empezaron a invitarme a tomar café después del trabajo.

—No tienes por qué aguantar —me dijo Mariana una tarde—. Eres joven todavía. Puedes empezar de nuevo.

Pero yo sólo veía obstáculos: el dinero, los niños, el qué dirán mis padres en Puebla si se enteran de que su hija está pensando en divorciarse.

Un domingo por la tarde, mientras Javier dormía la siesta y los niños jugaban en el patio, me senté frente al espejo del baño y me miré largo rato. Vi las ojeras profundas, las arrugas nuevas alrededor de los ojos y esa tristeza pegada a mi piel como una sombra imposible de quitar.

Pensé en todas las mujeres que conozco: mi madre, mis tías, mis vecinas… Todas han soportado alguna vez el peso del silencio y la resignación. ¿Por qué nos enseñan desde niñas que debemos aguantarlo todo? ¿Por qué nadie nos dice que también tenemos derecho a ser felices?

Esa noche decidí escribirle una carta a Javier. No era una carta de amor ni de despedida; era una carta sincera donde le contaba cómo me sentía realmente: sola, cansada y asustada. No sé si algún día se la entregaré.

Hoy vuelvo a salir temprano rumbo al trabajo. El sol apenas asoma entre los edificios y siento frío en las manos. Pero algo ha cambiado dentro de mí: ya no corro sólo para huir; corro porque empiezo a creer que merezco algo mejor.

¿Será posible romper con años de costumbre y miedo? ¿Tendré el valor de buscar mi propia felicidad? ¿Cuántas mujeres más estarán leyendo esto sintiendo lo mismo que yo?