Cuando el amor duele: Bajo la superficie de treinta años de matrimonio
—¿Por qué me haces esto, Ernesto? —mi voz temblaba, pero no podía dejar de preguntar, aunque ya sabía la respuesta.
Él no me miró. Siguió metiendo su ropa en la maleta, como si cada camisa fuera una piedra más en mi pecho. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina, y yo sentía que cada gota era un eco de mi propio llanto. Treinta años juntos. Treinta años de desayunos compartidos, de peleas por tonterías, de criar a nuestros hijos en este pequeño departamento en el centro de Medellín. Y ahora, todo se desmoronaba en silencio.
—No es por ti, Lucía —dijo finalmente, con esa voz cansada que usaba cuando ya no quería discutir—. Es que… con Patricia siento que vuelvo a ser yo mismo.
Patricia. Mi amiga desde la universidad. La que venía a tomar café los domingos y me preguntaba por mis hijos, por mi trabajo en la biblioteca. La que me abrazaba fuerte cuando murió mi mamá y me decía que yo era más fuerte de lo que creía. ¿Cómo no vi las miradas? ¿Cómo no escuché los silencios?
Esa noche, después de que Ernesto se fue, me quedé sentada en el borde de la cama, mirando su lado vacío. El reloj marcaba las dos de la mañana y yo repasaba cada momento, buscando señales. ¿Fue cuando perdí mi trabajo y me volví más callada? ¿O cuando él empezó a quedarse hasta tarde en la oficina? ¿O simplemente fue el tiempo, ese enemigo silencioso que desgasta hasta el amor más fuerte?
Los días siguientes fueron un torbellino. Mi hija menor, Camila, lloró conmigo en la cocina mientras preparábamos arepas. Mi hijo mayor, Julián, llegó furioso a reclamarle a su papá, pero Ernesto ya no estaba. Solo quedábamos nosotras dos y el eco de una familia rota.
—Mamá, ¿qué vamos a hacer ahora? —me preguntó Camila una noche, abrazada a mí como cuando era niña.
No supe qué responderle. Yo tampoco sabía qué hacer con mi vida. Me sentía vieja, inútil, traicionada. Las vecinas murmuraban cuando pasaba por el pasillo del edificio. «Pobre Lucía», decían. «Después de tantos años…».
Una tarde, mientras revisaba papeles viejos buscando los documentos del seguro médico, encontré una carta escondida entre las facturas del agua. Era una carta dirigida a Ernesto. La letra era inconfundible: Patricia.
«Ernesto,
No puedo seguir fingiendo que solo somos amigos delante de Lucía. Me duele verla sufrir y sé que tú también lo sientes. Pero no quiero perderte otra vez como hace veinte años…»
Veinte años. Me temblaron las manos. ¿Esto venía desde antes? ¿Desde antes de que Camila naciera? Sentí que el piso se abría bajo mis pies.
Esa noche llamé a mi hermana Mariana. Ella siempre fue la fuerte de la familia, la que enfrentó a mi papá cuando nos gritaba o defendió a mamá cuando los vecinos hablaban mal de ella.
—Lucía, tienes que pensar en ti —me dijo Mariana—. Ernesto ya tomó su decisión. Ahora te toca a ti decidir cómo quieres vivir el resto de tu vida.
Pero ¿cómo se empieza de nuevo después de los cincuenta? ¿Cómo se reconstruye una vida cuando todo lo que creías seguro desaparece?
Empecé a salir a caminar por el barrio al amanecer. Al principio solo quería escapar del silencio del apartamento, pero poco a poco fui notando cosas que antes no veía: los niños jugando en la calle antes de ir al colegio, las señoras vendiendo empanadas en la esquina, el olor del café recién hecho saliendo de las ventanas abiertas.
Un día me encontré con doña Teresa, la vecina del 302. Siempre pensé que era una mujer amargada porque nunca saludaba. Pero esa mañana me detuvo en las escaleras.
—Lucía, si necesitas hablar… yo también pasé por algo parecido hace años —me dijo bajito—. No es fácil, pero se puede salir adelante.
Nos sentamos en su cocina y me contó su historia: su esposo la dejó por una mujer más joven cuando sus hijos eran pequeños. Lloró mucho, pero después aprendió a vivir sola y hasta montó un pequeño negocio vendiendo postres.
—Uno cree que se va a morir del dolor —me dijo—, pero no. Uno sobrevive… y hasta aprende a ser feliz otra vez.
Sus palabras me dieron un poco de esperanza. Empecé a buscar trabajo otra vez. No fue fácil; nadie quería contratar a una mujer mayor sin experiencia reciente. Pero un día recibí una llamada del colegio donde estudiaron mis hijos: necesitaban una bibliotecaria suplente.
El primer día sentí miedo y vergüenza. Pensé que los niños se burlarían de mí o que no sabría usar las computadoras modernas. Pero una niña llamada Valentina se acercó tímida y me pidió ayuda para encontrar un libro sobre dinosaurios.
—Mi papá se fue de la casa —me dijo mientras buscábamos entre los estantes—. Mi mamá llora mucho.
La abracé sin pensarlo y le dije lo único que podía decirle: «A veces los adultos cometemos errores, pero eso no es culpa tuya».
Esa tarde entendí algo importante: no estaba sola en mi dolor. Había muchas mujeres como yo, muchas familias rotas tratando de seguir adelante como podían.
Con el tiempo, Camila empezó a salir con sus amigas otra vez y Julián consiguió trabajo en otra ciudad. Yo seguí trabajando en la biblioteca y hasta me animé a tomar un curso de computación en el centro comunitario.
Un día vi a Ernesto en el supermercado con Patricia. Me saludaron incómodos y yo sentí una punzada en el pecho, pero también alivio: ya no era mi problema.
Esa noche llegué a casa y me preparé un café para mí sola. Miré por la ventana las luces de Medellín y pensé en todo lo que había perdido… pero también en todo lo que había ganado: mi libertad, mi dignidad y la certeza de que podía empezar otra vez.
A veces me pregunto si alguna vez fui realmente feliz o si solo seguí adelante por costumbre y miedo al cambio. ¿Cuántas mujeres viven así, callando su dolor para no romper la familia? ¿Vale la pena sacrificar nuestra felicidad por mantener las apariencias?
¿Y tú? ¿Te atreverías a empezar de nuevo después de una traición así?