Cuando el Amor No Basta: La Historia de Mariana y Julián
—¿Por qué ya no me miras como antes, Julián? —le pregunté una noche, mientras la lluvia golpeaba el techo de lámina de nuestra casa en las afueras de Medellín. Él ni siquiera levantó la vista del celular. Sentí un nudo en la garganta, ese que se forma cuando sabes que algo se está rompiendo, pero no quieres admitirlo.
No siempre fue así. Cuando conocí a Julián en la universidad, era el hombre más divertido y apasionado que había conocido. Nos enamoramos rápido, entre cafés baratos y promesas de nunca dejar de soñar. Mi mamá, doña Teresa, decía que éramos como dos locos sueltos, pero felices. Nos casamos jóvenes, con la bendición de ambas familias y una fiesta sencilla en el patio de la casa de mi abuela en Envigado.
Al principio todo era risa y complicidad. Soñábamos con viajar por Suramérica, montar un pequeño café literario y tener dos hijos. Pero la vida tenía otros planes. Julián consiguió trabajo en una empresa de transporte y yo empecé a dar clases en un colegio público. El dinero nunca alcanzaba, pero nos bastaba con abrazarnos al final del día.
Con los años, la rutina fue ganando terreno. Las cuentas llegaban puntuales, los sueños se aplazaban y las discusiones se volvían frecuentes. Recuerdo una tarde en la que Julián llegó tarde a casa; yo estaba agotada después de un día difícil con mis alumnos y él solo quería cenar en silencio. Me senté frente a él y le dije:
—¿Te acuerdas cuando decíamos que nunca íbamos a dejar de hablar?
Él suspiró, cansado:
—Mariana, estoy muerto del cansancio. ¿Podemos hablar mañana?
Pero ese mañana nunca llegaba.
La llegada de nuestra hija, Lucía, fue un rayo de luz en medio de tanta sombra. Por un tiempo, todo pareció mejorar. Nos reíamos viendo cómo aprendía a caminar, cómo balbuceaba sus primeras palabras. Pero pronto la presión volvió: guardería, médicos, ropa nueva cada seis meses. Julián empezó a trabajar horas extras y yo sentía que cada día me volvía más invisible.
Una noche, después de acostar a Lucía, escuché a Julián hablando por teléfono en voz baja en el balcón. No quise espiar, pero algo en su tono me heló la sangre. Cuando entró, le pregunté:
—¿Con quién hablabas?
Él me miró como si fuera una extraña:
—Con mi mamá —respondió seco.
No le creí. Desde ese día, la desconfianza se instaló entre nosotros como un huésped indeseado.
Empecé a notar pequeños cambios: mensajes borrados en su celular, salidas inesperadas los fines de semana, una colonia nueva que nunca usaba conmigo. Una tarde, mientras lavaba los platos, mi hermana Camila llegó sin avisar.
—Mariana, ¿estás bien? Te ves pálida —me dijo preocupada.
No pude más y rompí en llanto.
—Siento que lo estoy perdiendo —le confesé—. Ya no sé si soy suficiente para él.
Camila me abrazó fuerte:
—No es tu culpa. A veces el amor no basta para sostenerlo todo.
Esa frase me quedó retumbando en la cabeza por días.
Intenté hablar con Julián muchas veces. Le propuse ir a terapia de pareja, buscar ayuda, hacer un viaje juntos aunque fuera cerca. Siempre tenía una excusa: el trabajo, el dinero, el cansancio. Una noche le grité desesperada:
—¡Dime si hay otra mujer! ¡Dímelo en la cara!
Él me miró con rabia contenida:
—¿Eso es lo que piensas de mí? ¡Que soy un infiel! ¡Después de todo lo que hemos pasado!
Nos quedamos en silencio largo rato. Esa noche dormimos espalda con espalda, separados por un abismo invisible.
Los meses pasaron y la distancia creció. Empecé a sentirme sola incluso cuando él estaba a mi lado. Me refugié en Lucía y en mi trabajo; los niños del colegio eran mi única alegría. Un día, una madre de familia me preguntó si estaba enferma porque había bajado mucho de peso.
En Navidad intenté salvar lo poco que quedaba. Preparé su comida favorita, decoré la casa con luces y compré un regalo especial: una foto nuestra del primer aniversario, enmarcada con la frase «Siempre juntos». Cuando se la di, apenas sonrió.
Esa noche me senté frente al árbol y lloré como una niña perdida.
Unos días después encontré un recibo de hotel en el bolsillo de su chaqueta. No quise preguntar; ya sabía la respuesta. Esa noche le dejé una carta sobre la mesa:
«Julián,
Sé que algo se rompió entre nosotros y no sé si se puede arreglar. Te amé con todo mi corazón, pero ya no puedo seguir fingiendo que nada pasa. Por Lucía y por mí, necesito encontrarme otra vez.
Mariana»
Me fui a casa de Camila con Lucía esa misma noche. Julián no llamó ni vino a buscarnos durante días. Cuando finalmente apareció, solo dijo:
—Lo siento.
No hubo lágrimas ni gritos; solo resignación.
Hoy han pasado dos años desde esa noche. Lucía crece feliz entre dos casas y yo he aprendido a vivir conmigo misma otra vez. A veces veo a Julián en las reuniones escolares; nos saludamos cordialmente, como dos conocidos que comparten un secreto doloroso.
A veces me pregunto si pudimos haber hecho algo diferente o si simplemente el amor no basta cuando la vida se pone demasiado pesada.
¿Ustedes qué piensan? ¿El amor realmente puede con todo o hay momentos en los que debemos soltar para poder seguir viviendo?