Cuando el amor se quema: Historia de una cocina, orgullo y silencios
—¿De verdad esto es lo mejor que pudiste hacer, Mariana? —La voz de Julián retumbó en el comedor, rebotando en las paredes de nuestro pequeño apartamento en Chapinero. Mi suegra, doña Gloria, bajó la mirada hacia su plato de arroz con pollo, y mi cuñada Camila apretó los labios, incómoda. El olor del cilantro fresco y el pollo dorado se mezclaba con la vergüenza que me subía por el cuello.
Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Había pasado toda la mañana cocinando, siguiendo la receta de mi abuela, esa que siempre me hacía sentir cerca de mi familia en Bucaramanga. Pero para Julián, chef estrella de un restaurante en la Zona G, nada era suficiente. «El arroz está pasado, y el pollo… seco. ¿No pudiste preguntar cómo hacerlo bien?», continuó, sin notar cómo mis manos temblaban al recoger los platos.
—Julián, no seas así —susurró Camila, pero él solo bufó y se sirvió más ají.
Esa noche, mientras lavaba los platos sola, las palabras de Julián seguían dando vueltas en mi cabeza. ¿En qué momento mi hogar se volvió un campo de batalla donde cada comida era una prueba? ¿Por qué sentía que tenía que ganarme su aprobación como si fuera una jueza en MasterChef?
No dormí. Me quedé mirando el techo, recordando los primeros años juntos, cuando Julián cocinaba para mí en su apartamento de estudiante y me hacía reír con sus historias de la costa. ¿Dónde quedó ese hombre? ¿En qué momento me convertí en invisible?
Al día siguiente, la rutina siguió como si nada. Julián salió temprano al restaurante y yo me quedé sola con el eco de sus críticas. En el grupo de WhatsApp familiar, mi mamá me preguntó cómo había ido el almuerzo. «Bien», mentí. No quería preocuparla ni escuchar su clásico consejo: «Así son los hombres, hija. Aguante».
Pero yo ya no quería aguantar. Empecé a notar cómo cada comentario de Julián me hacía más pequeña. Si la sopa estaba muy salada, si la carne no tenía el punto exacto… Siempre había algo mal. Y yo, callada, tragando orgullo y lágrimas.
Una tarde, mientras hacía mercado en Paloquemao, vi a una pareja mayor riendo juntos frente a los tomates. Me dieron ganas de llorar. ¿Por qué yo no podía tener eso? ¿Por qué mi matrimonio era una competencia y no un refugio?
Decidí hablar con mi amiga Laura. Nos encontramos en una panadería y le conté todo entre sorbos de café y mordiscos de almojábana.
—Mariana, eso no es normal —me dijo—. No tienes que soportar que te humille. ¿Le has dicho cómo te sientes?
Negué con la cabeza. ¿Cómo decirle a Julián que su perfeccionismo me estaba matando por dentro?
Esa noche lo intenté. Esperé a que llegara del trabajo, cansado y oliendo a ajo y vino blanco.
—Julián, ¿podemos hablar?
Él apenas levantó la vista del celular.
—¿Qué pasa?
—Me dolió lo que dijiste ayer frente a tu familia…
Rodó los ojos.
—Mariana, solo te dije la verdad. Si quieres mejorar tienes que aceptar críticas.
Sentí un nudo en la garganta.
—No es solo la comida… Es la forma en que me hablas. Me siento menos…
Él suspiró.
—No exageres. Yo soy así porque quiero lo mejor para nosotros.
Me di cuenta de que no iba a entenderlo. Me fui al cuarto y lloré en silencio.
Pasaron los días y empecé a evitar cocinar cuando él estaba en casa. Pedía comida o preparaba cosas simples para mí sola. Julián lo notó y empezó a molestarse.
—¿Ahora tampoco cocinas? —me reclamó una noche—. ¿Vas a dejar que esto nos afecte?
Quise gritarle que ya nos estaba afectando desde hace mucho tiempo, pero solo guardé silencio.
Un domingo, mi mamá vino a visitarme. Trajo arepas santandereanas y me ayudó a preparar un sancocho como los de antes. Mientras cocinábamos juntas, sentí una paz olvidada. Mi mamá me miró con ternura.
—Hija, uno no puede vivir con miedo a equivocarse —me dijo—. El amor no debería doler así.
Sus palabras me dieron valor. Esa noche esperé a Julián con el sancocho servido y la mesa puesta.
—Hoy cociné con mi mamá —le dije—. Si no te gusta, puedes pedir algo afuera.
Julián se sentó en silencio. Probó una cucharada y no dijo nada durante varios minutos.
—Está rico —admitió al fin—. Mejor que el arroz con pollo del otro día.
No sentí alivio ni orgullo. Solo cansancio.
Esa noche le dije que necesitaba un tiempo para pensar. Me fui unos días a casa de mi mamá en Bucaramanga. Allí recordé quién era antes de Julián: una mujer alegre, creativa, capaz de amar sin miedo.
Julián me llamó varias veces pero no contesté al principio. Finalmente le respondí y le pedí que viniera a hablar conmigo.
Cuando llegó, lo vi diferente: ojeroso, nervioso.
—Mariana, perdón —me dijo—. No me di cuenta de cuánto te estaba hiriendo…
Lloramos juntos por primera vez en años. Le pedí que fuéramos a terapia de pareja si quería seguir conmigo.
No sé si nuestro matrimonio va a sobrevivir, pero sé que ya no quiero vivir en silencio ni sentirme menos por no ser perfecta en la cocina o en la vida.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres callan su dolor por miedo a perder el amor? ¿Cuántas veces confundimos crítica con cariño? ¿Y tú? ¿Has sentido alguna vez que tu hogar dejó de ser tu refugio?