Cuando el corazón se enfría: El viaje silente de Mariana

—¿Por qué no me lo dijiste antes, mamá? —grité, con la voz quebrada, mientras el eco de mi pregunta rebotaba en las paredes descascaradas de nuestra casa en San Juan de Lurigancho. Mi madre, Rosa, apenas levantó la mirada del suelo. Sus manos temblaban sobre el mantel de hule, manchado de café y lágrimas viejas.

—No quería que sufrieras, Mariana —susurró, pero sus palabras eran cuchillos. Yo ya estaba rota.

Ese día supe que mi padre, Ernesto, tenía otra familia en Villa El Salvador. Años de ausencias disfrazadas de trabajo extra, domingos en los que nunca llegaba a tiempo para el almuerzo, y llamadas que terminaban abruptamente cuando yo entraba a la sala. Todo cobró sentido en un instante brutal.

Mi hermano menor, Diego, apenas tenía doce años. Lo encontré sentado en la azotea, pateando una pelota desinflada. —¿Papá ya no va a volver? —me preguntó sin mirarme. No supe qué responderle. ¿Cómo le explicas a un niño que el amor de un padre puede dividirse y que a veces no queda nada para ti?

Las semanas siguientes fueron un desfile de silencios incómodos y miradas esquivas. Mi madre se volvió una sombra, cocinando por inercia, llorando en secreto. Yo me refugié en mis estudios y en la música que salía de mi viejo celular. Pero por dentro, algo se estaba congelando. Sentía que mi corazón se volvía piedra, incapaz de sentir otra cosa que no fuera rabia o tristeza.

Una tarde, mientras caminaba por el mercado con mi mejor amiga Valeria, le confesé lo que pasaba en casa. —No sé si algún día voy a poder perdonarlo —le dije. Ella me abrazó fuerte entre los puestos de frutas y verduras.

—A veces los papás también se equivocan, Mari. Pero tú no tienes la culpa —me susurró al oído.

Pero yo sí sentía culpa. Culpa por no haber visto las señales, por no haber sido suficiente para retenerlo. Empecé a alejarme de todos: de Valeria, de mi familia, incluso de mí misma. Me volví fría, distante. Mis profesores notaron el cambio; ya no participaba en clase, mis notas bajaron. Una tarde, la profesora Lucía me llamó después del recreo.

—Mariana, ¿qué te pasa? Antes eras la primera en levantar la mano —me dijo con preocupación.

—Nada, profesora. Solo estoy cansada —mentí.

Pero ella no se rindió. Me invitó a participar en el taller de teatro del colegio. Al principio me negué; sentía que no tenía nada que decir ni ganas de fingir emociones que ya no reconocía en mí misma. Pero insistió tanto que terminé aceptando.

En el taller conocí a Camila y a Javier, dos chicos con historias tan rotas como la mía. Camila había perdido a su madre por una enfermedad y Javier vivía con su abuela porque sus padres migraron a Chile buscando trabajo. En ese pequeño grupo encontré un refugio inesperado. Empezamos a escribir una obra sobre familias imperfectas y corazones rotos.

Una tarde, mientras ensayábamos una escena sobre el perdón, Camila me miró fijamente y dijo:

—A veces hay que dejar ir el rencor para poder seguir adelante.

Sus palabras me golpearon más fuerte que cualquier grito en casa. Esa noche lloré como no lo hacía desde niña. Me di cuenta de que mi corazón se había enfriado para protegerme del dolor, pero también me estaba alejando de todo lo bueno que aún quedaba en mi vida.

Poco a poco empecé a hablar más con mi madre. Una noche la encontré sentada en la cocina, mirando una foto vieja de cuando éramos felices los cuatro.

—¿Tú crees que algún día podamos volver a ser una familia? —le pregunté con voz temblorosa.

Ella me miró con los ojos llenos de lágrimas y esperanza.

—No sé si igual que antes, hija… pero podemos intentarlo.

Diego empezó a dormir mejor y hasta volvió a jugar fútbol con sus amigos del barrio. Yo retomé mis estudios y volví a sacar buenas notas. Valeria nunca se alejó del todo; siempre estuvo ahí cuando más la necesité.

El día de la presentación de nuestra obra escolar, mi madre y Diego estaban en primera fila. Cuando terminó la función, los abracé fuerte y sentí que algo dentro de mí se derretía poco a poco.

A veces pienso en mi padre y en todo lo que perdimos por su silencio y su cobardía. No sé si algún día podré perdonarlo del todo, pero aprendí que el dolor también puede ser un puente hacia algo nuevo.

¿Será posible reconstruir un corazón roto? ¿O solo aprendemos a vivir con las grietas? ¿Ustedes qué harían si tuvieran que elegir entre el rencor y la esperanza?