Cuando el deber se convierte en salvación: La historia de Dida Ivo y yo

—No puedo más, Lucía. Te lo juro por la Virgen, ya no puedo sola con el abuelo —la voz de mi hermana Mariana sonaba quebrada al otro lado del teléfono, como si cada palabra le costara una lágrima.

Yo estaba en la cocina de mi departamento en Rosario, mirando el mate frío y el reloj que marcaba las siete de la tarde. Afuera, el ruido de los colectivos y el olor a pan recién horneado de la panadería de la esquina me recordaban que la vida seguía, aunque la mía parecía haberse detenido en ese instante.

—¿Y qué querés que haga, Mariana? —respondí, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta—. Yo tengo mi trabajo, mis cosas…

—Por favor, Lucía. No te pido mucho. Solo que vengas unas semanas. El abuelo está peor. Se olvida de las cosas, se enoja por nada. Yo ya no duermo —su voz se quebró del todo.

Me quedé en silencio. Recordé las tardes de mi infancia en la casa de Dida Ivo, su risa ronca y sus historias de cuando era joven en el campo chaqueño. Pero hacía años que no lo veía. Desde que mamá murió, la familia se fue deshilachando como un viejo pulóver.

Esa noche no dormí. Pensé en Mariana, en su cansancio, en el abuelo solo y confundido. Pensé en mí misma y en todo lo que había perdido por cuidar siempre de los demás. Pero también pensé en lo que podría perder si seguía huyendo.

Al día siguiente, hice la valija y tomé el micro a Santa Fe. El viaje fue largo y silencioso. Miraba por la ventana los campos verdes y los pueblos dormidos bajo el sol del mediodía. Sentía miedo, pero también una extraña esperanza.

Cuando llegué a la casa del abuelo, Mariana me abrazó fuerte. Tenía ojeras profundas y las manos temblorosas.

—Gracias, Lu —susurró—. De verdad.

Dida Ivo estaba sentado en su sillón favorito, mirando un partido de fútbol con el volumen al máximo. Cuando me vio, frunció el ceño.

—¿Y vos quién sos? —preguntó con desconfianza.

—Soy Lucía, abuelo. Tu nieta —le respondí, tratando de sonreír.

Me miró largo rato antes de asentir con la cabeza.

—Ah… Lucía. La que siempre hacía lío en el gallinero —dijo finalmente, y una chispa de ternura cruzó su mirada.

Los primeros días fueron un infierno. El abuelo se negaba a bañarse, se olvidaba de comer y a veces se ponía violento. Mariana y yo discutíamos por todo: por la comida, por los remedios, por quién debía quedarse despierta cuando él tenía insomnio.

Una noche, después de una pelea especialmente dura, salí al patio a llorar. Sentí que no podía más. Que todo era inútil.

Pero al día siguiente, mientras regaba las plantas del abuelo —esas mismas plantas que él había cuidado toda su vida— sentí una mano temblorosa sobre mi hombro.

—No llores más, nena —me dijo Dida Ivo con voz suave—. Vení, vamos a plantar tomates juntos como antes.

Ese fue el comienzo de algo nuevo entre nosotros. Cada mañana salíamos al jardín. Él me enseñaba a podar los rosales, a sembrar semillas de zapallo y a espantar los pájaros con viejas latas atadas a un palo.

Mientras trabajábamos la tierra, el abuelo me contaba historias: de su juventud en Corrientes, de cómo conoció a la abuela Rosa bailando chamamé en una fiesta del pueblo, de los años duros cuando no había para comer pero nunca faltaba un mate compartido.

Poco a poco, fui entendiendo su dolor y su miedo. No era solo la vejez o la enfermedad: era el terror de volverse invisible para los suyos. De ser una carga.

Una tarde, mientras Mariana preparaba empanadas en la cocina y el aroma llenaba toda la casa, me animé a preguntarle:

—¿Tenés miedo de morir solo, abuelo?

Él me miró fijo y asintió sin decir palabra. Le tomé la mano y sentí cómo temblaba.

—No vas a estar solo —le prometí—. Te lo juro por mamá.

Esa noche cenamos juntos los tres por primera vez en años. Hubo risas tímidas y hasta un brindis con vino tinto barato. Por un momento, sentí que la familia volvía a ser familia.

Pero no todo fue fácil después de eso. Hubo recaídas: días en que el abuelo no reconocía ni su propio nombre; noches enteras sin dormir; peleas con Mariana porque yo quería internarlo y ella se negaba rotundamente.

—¡No lo vamos a abandonar! —gritaba ella entre lágrimas—. ¡Es nuestro abuelo!

Yo también lloraba. Me sentía atrapada entre el deber y mis propios sueños: mi trabajo en Rosario, mis amigos, mi vida que se desmoronaba mientras cuidaba a un hombre que apenas recordaba quién era yo.

Un día recibí una llamada del hospital: mi jefe quería saber si pensaba volver o si debía buscar a otra persona para mi puesto.

Esa noche me senté frente al abuelo mientras dormía y le hablé en voz baja:

—¿Vale la pena todo esto? ¿Vale la pena perderme para salvarte?

Como si pudiera oírme desde su sueño profundo, Dida Ivo murmuró:

—Gracias… nena…

Lloré como nunca antes. Porque entendí que sí valía la pena. Que cuidar al abuelo era también cuidar esa parte mía que había olvidado: la ternura, la paciencia, el amor incondicional.

El tiempo pasó rápido después de eso. El jardín floreció como nunca antes; los tomates crecieron gordos y rojos; Mariana y yo aprendimos a perdonarnos nuestras diferencias.

El día que Dida Ivo partió —una mañana tranquila de otoño— lo despedimos entre lágrimas y abrazos apretados. Plantamos un rosal sobre su tumba y prometimos no dejar nunca más que nuestra familia se deshilache.

Hoy miro atrás y me pregunto: ¿Cuántos sacrificios estamos dispuestos a hacer por los nuestros? ¿Cuánto amor cabe en una sola vida? ¿Y vos? ¿Qué harías si tu familia te necesitara así?