Cuando el Frío Divide: La Historia de un Refrigerador y Dos Corazones

—¿Otra vez compraste yogur griego, Mariana? ¿No ves que no alcanza ni para el gas? —La voz de Julián retumbó en la cocina, mientras yo apretaba la bolsa del supermercado con los nudillos blancos.

No era la primera vez que discutíamos por dinero, pero esa noche, el calor húmedo de Barranquilla y el cansancio de la jornada hacían que todo pesara más. Sentí cómo se me llenaban los ojos de lágrimas, pero no iba a dejar que él las viera. No después de todo lo que habíamos pasado juntos.

—¿Y tú? ¿Por qué compraste esa cerveza artesanal? ¿No que estábamos ahorrando? —le respondí, mi voz temblando entre rabia y tristeza.

El silencio cayó como un portazo. Julián dejó la bolsa sobre la mesa y se fue al cuarto, sin mirar atrás. Me quedé sola en la cocina, mirando el refrigerador como si fuera un enemigo. Ese aparato blanco y viejo, con la puerta que chirriaba y el congelador cubierto de escarcha, se había convertido en el campo de batalla de nuestra relación.

Esa noche no dormimos juntos. Yo me quedé en la sala, escuchando el zumbido del ventilador y pensando en cómo habíamos llegado a esto. Cuando nos casamos, hace seis años, juramos que nunca dejaríamos que el dinero nos separara. Pero la vida en Colombia no es fácil. El sueldo de Julián como profesor apenas alcanzaba para lo básico, y mi trabajo vendiendo ropa por catálogo era inestable. Cada peso contaba.

A la mañana siguiente, Julián me esperaba en la cocina con una libreta y un marcador.

—Vamos a hacer esto bien —dijo, sin mirarme a los ojos—. Cada quien va a tener su espacio en la nevera. Tus cosas a la derecha, las mías a la izquierda. Y cada quien se encarga de comprar lo suyo.

Me reí, incrédula.

—¿En serio? ¿Vamos a dividir hasta el refrigerador?

—Es lo más justo —insistió él—. Así no hay peleas.

Y así empezó nuestra absurda guerra fría. Yo puse mis yogures, mis frutas y mi queso costeño en mi lado; él acomodó sus cervezas, sus embutidos y su salsa picante en el suyo. Hasta los huevos los partimos: seis para él, seis para mí. Mi mamá se enteró y me llamó alarmada:

—¡Pero, mija! ¿Qué es eso? ¿Van a dividir también la cama?

No supe qué responderle. Me sentía humillada, pero también aliviada: al menos ya no discutíamos por cada compra. Solo que ahora el silencio era más pesado que cualquier pelea.

Los días pasaron y la rutina se volvió extraña. Si Julián quería preparar arepas con queso y no tenía suficiente, no me pedía prestado. Si yo quería un poco de su mantequilla, prefería salir a comprar antes que pedirle. Nos cruzábamos en la cocina como dos extraños, cada uno defendiendo su territorio.

Una noche, mientras lavaba los platos, escuché a Julián hablando por teléfono con su hermana, Lucía:

—No sé qué hacer, Lucía. Siento que Mariana ya no me quiere…

Me dolió escucharlo tan vulnerable. Recordé cuando compartíamos hasta el último trozo de pan sin pensar quién lo había comprado. ¿En qué momento dejamos de ser un equipo?

Al día siguiente, encontré una nota pegada en mi lado del refrigerador:

«¿Te acuerdas cuando soñábamos con tener una nevera llena para los dos? Perdón por dejar que esto nos separara.»

Me senté en el piso de la cocina y lloré como hacía años no lloraba. No era solo el dinero; era el miedo, el cansancio, la presión de sobrevivir en un país donde todo cuesta tanto y nada es seguro.

Esa noche preparé arroz con coco y guardé dos platos: uno para mí y otro para Julián. Cuando llegó del trabajo, lo esperé sentada a la mesa.

—¿Quieres cenar conmigo? —le pregunté con voz suave.

Él asintió y se sentó frente a mí. Comimos en silencio al principio, pero luego empezamos a hablar: de nuestras preocupaciones, de nuestros sueños rotos y de cómo habíamos dejado que el estrés nos volviera enemigos.

Decidimos hacer un nuevo presupuesto juntos, pero esta vez dejando espacio para pequeños gustos: su cerveza artesanal los viernes, mi yogur griego los domingos. Aprendimos a negociar sin pelear y a recordar por qué estábamos juntos.

El refrigerador sigue siendo viejo y chirriante, pero ahora está lleno de cosas compartidas: arequipe para los dos, frutas frescas para las mañanas y hasta una botella de vino barato para celebrar los días buenos.

A veces me pregunto: ¿cuántas parejas se dejan ganar por las cuentas y las preocupaciones? ¿Vale la pena perderse por no saber compartir?

¿Ustedes qué harían si el dinero empezara a enfriar su relación?