Cuando el olvido se convierte en hogar: la historia de un hombre sin nombre y la mujer que le devolvió la vida

—¿De verdad no recuerda nada? —La voz de la doctora Helena resonó como un eco en mi cabeza, mientras yo intentaba aferrarme a algún fragmento de mi pasado. Nada. Solo el vacío y el zumbido lejano de las ambulancias llegando al hospital General de San Martín, en pleno centro de Buenos Aires.

Abrí los ojos por primera vez en esa camilla, con el olor a desinfectante quemándome la nariz y las luces blancas perforando mis párpados. No tenía documentos, ni nombre, ni siquiera una historia que contar. Solo una cicatriz en la frente y un dolor sordo en el pecho. La enfermera Marta murmuraba algo sobre cómo me habían encontrado tirado en una plaza, sin zapatos y con la ropa hecha jirones.

—¿Cómo quiere que lo llame? —insistió Helena, con una mezcla de compasión y cansancio. Su acento porteño era suave, pero sus ojos tenían la dureza de quien ha visto demasiadas tragedias.

—No lo sé —respondí, sintiendo cómo la garganta se me cerraba. ¿Quién era yo? ¿Por qué nadie me buscaba?

Los días pasaron lentos. Helena venía cada mañana, revisaba mis signos vitales y me hacía preguntas que no podía responder. A veces se sentaba a mi lado y hablaba de su hija, Lucía, que vivía con su exmarido en Córdoba y a quien apenas veía por culpa de los turnos interminables en el hospital. Me contaba sobre su madre enferma y sobre cómo el sistema de salud público estaba colapsando.

—A veces siento que todos estamos un poco perdidos —me confesó una tarde, mientras afuera llovía con furia sobre los techos de chapa del barrio.

Yo solo podía mirarla y preguntarme si alguna vez había tenido una familia, un trabajo, un amor. ¿Me habrían olvidado? ¿O tal vez nadie me esperaba?

Una noche, mientras los gritos de un paciente borracho retumbaban en el pasillo, Helena entró a mi habitación con una taza de mate.

—¿Sabe qué? Le voy a poner un nombre provisional —dijo, sonriendo por primera vez—. Le voy a llamar Tomás. Como mi abuelo, que también era un luchador.

Tomás. El nombre me supo a hogar. Por primera vez sentí que existía para alguien.

Pero no todo era calma. El director del hospital presionaba para que me trasladaran a un refugio municipal. “No podemos hacernos cargo de un NN indefinidamente”, repetía cada vez que pasaba por mi puerta. Helena discutía con él, defendiendo mi derecho a quedarme hasta que recuperara la memoria o alguien viniera a buscarme.

—¿Por qué hace esto por mí? —le pregunté una tarde, cuando la vi llorar en silencio junto a mi cama.

—Porque yo también he sentido lo que es estar sola —susurró—. Y porque si no nos cuidamos entre nosotros, ¿quién lo va a hacer?

Poco a poco, empecé a ayudar en pequeñas tareas: doblar sábanas, repartir bandejas de comida, escuchar las historias de otros pacientes olvidados por sus familias. Me hice amigo de Don Ernesto, un jubilado que hablaba de su juventud en Tucumán y de su hijo que nunca venía a verlo.

Una mañana llegó una mujer buscando a su hermano desaparecido. Traía una foto vieja y esperanza en los ojos. No era yo. Vi cómo se le rompía el corazón cuando Marta le dijo que no había novedades. Me pregunté cuántas personas estarían buscando a alguien como yo.

El invierno avanzaba y el hospital se llenaba de gente sin techo escapando del frío. Helena estaba cada vez más agotada; sus manos temblaban cuando me tomaba el pulso. Una noche la encontré dormida sobre mi silla, con las ojeras marcadas y el celular vibrando sin parar.

—¿Por qué no va a descansar? —le dije, cubriéndola con mi manta.

—Porque aquí es donde más me necesitan —respondió sin abrir los ojos.

Un día llegó una noticia: habían encontrado a un hombre muerto en la costanera con documentos parecidos a los míos. Helena fue al depósito judicial para reconocer el cuerpo. Volvió pálida, pero aliviada: no era yo.

—¿Y si nunca recupero mi memoria? —le pregunté esa noche, mientras afuera caía una tormenta eléctrica.

—Entonces inventaremos una nueva historia —me dijo, tomándome la mano—. Nadie es solo su pasado.

Empezamos a salir juntos al patio del hospital cuando el sol asomaba entre las nubes grises. Hablábamos de sueños imposibles: ella quería abrir una clínica para mujeres víctimas de violencia; yo quería aprender a leer otra vez, porque las letras se me mezclaban como si fueran hormigas corriendo por la página.

Un día Lucía vino a visitarla desde Córdoba. Era una adolescente callada, con el mismo brillo triste en los ojos que su madre. Me miró como si pudiera ver todos mis secretos.

—¿Y vos quién sos? —me preguntó sin rodeos.

—No lo sé —le respondí—. Pero estoy intentando averiguarlo.

Lucía sonrió apenas y me regaló un libro de poemas de Alejandra Pizarnik. “Para que te encuentres”, escribió en la primera página.

Los meses pasaron y el hospital se convirtió en mi mundo. Aprendí a reconocer los sonidos: el carrito del desayuno, los pasos apresurados de los médicos residentes, las risas nerviosas de las enfermeras jóvenes. Helena seguía luchando contra la burocracia para evitar que me echaran; incluso habló con un periodista para denunciar la situación de los pacientes NN.

Un día recibí una carta anónima: “Te estamos buscando. No te rindas”. No tenía remitente ni pistas claras. Helena pensó que podía ser una broma cruel; yo preferí creer que era real.

Empecé a soñar con rostros borrosos: una mujer riendo bajo el sol, un niño corriendo por un parque, una casa con paredes color celeste. ¿Serían recuerdos verdaderos o solo ilusiones creadas por mi mente desesperada?

Una tarde Helena llegó con malas noticias: su madre había muerto sola en su departamento del barrio Almagro porque nadie pudo ir a cuidarla esa noche. La vi romperse frente a mí; sentí que el dolor ajeno era también mío.

—A veces siento que todo esto es demasiado —me confesó entre lágrimas—. Que nunca voy a poder salvar a nadie realmente.

La abracé como si pudiera sostenerla entera con mis brazos flacos y temblorosos. Por primera vez sentí que tenía algo para dar.

El director del hospital finalmente consiguió una orden para trasladarme al refugio municipal. Helena peleó hasta el último minuto; incluso amenazó con renunciar si me sacaban de allí. Pero las reglas eran más fuertes que su voluntad.

La noche antes de irme, nos sentamos juntos en el banco del patio bajo las estrellas apagadas por el smog porteño.

—Gracias por darme un nombre —le dije—. Gracias por enseñarme que todavía puedo ser alguien para alguien.

Ella me besó la frente y me susurró:

—No importa dónde estés ni cómo te llames: siempre vas a ser parte de mi historia.

Me fui del hospital con una bolsa plástica llena de ropa usada y el libro de Lucía bajo el brazo. Afuera hacía frío y la ciudad parecía más hostil que nunca. Pero dentro mío algo había cambiado: ya no era solo un hombre sin nombre; era Tomás, el hombre al que alguien había amado aunque fuera por un instante.

Ahora camino por las calles buscando respuestas, pero ya no tengo miedo al olvido. Porque aprendí que incluso cuando todo parece perdido, siempre hay alguien dispuesto a tenderte la mano.

¿Quiénes somos realmente cuando nadie nos recuerda? ¿Cuántas veces podemos volver a empezar antes de perder la esperanza? Los leo.