Cuando la amistad duele: la historia de Anabel y Marcela
—¡Marcela, no sé qué haría sin ti!— exclamó Anabel entre sollozos, apretando mi mano con fuerza mientras el café se enfriaba sobre la mesa de mi cocina. Era la tercera vez esa semana que venía a mi casa a desahogarse por los problemas con su hijo adolescente, y yo, como siempre, escuchaba, aconsejaba, le ofrecía un abrazo y una taza de té de canela.
Así era nuestra amistad desde hacía casi veinte años. Nos conocimos en la oficina de Recursos Humanos de una empresa textil en Monterrey, justo cuando ambas estábamos saliendo de matrimonios fallidos y aprendiendo a ser madres solteras. Al principio solo compartíamos el escritorio y alguna que otra charla sobre los jefes, pero pronto las tardes de trabajo se convirtieron en cenas improvisadas y largas noches de confidencias.
Anabel era todo lo contrario a mí: extrovertida, impulsiva, siempre con una carcajada lista o una lágrima a punto de salir. Yo era más reservada, analítica, de esas personas que piensan dos veces antes de hablar. Pero nos complementábamos. Ella me enseñó a soltarme un poco; yo le ayudé a poner los pies en la tierra cuando hacía falta.
Durante años, fui su refugio. Cuando su hija se fue a vivir con el papá y Anabel sintió que el mundo se le venía abajo, yo estuve ahí. Cuando perdió el trabajo y no sabía cómo pagar la renta, le presté dinero sin dudarlo. Cuando su mamá enfermó y tuvo que viajar cada fin de semana a Saltillo para cuidarla, le cuidé la casa y hasta su perro.
Pero nunca pensé que llegaría el día en que yo sería quien necesitara ayuda.
Todo empezó hace un año, cuando mi hijo mayor, Emiliano, empezó a juntarse con malas compañías. De repente, las llamadas de la escuela eran constantes: peleas, ausencias, malas calificaciones. Yo sentía que el mundo se me desmoronaba. Una noche, después de una discusión terrible con Emiliano, marqué el número de Anabel con las manos temblorosas.
—¿Anabel? ¿Tienes un minuto? No sé qué hacer con Emiliano…
Del otro lado del teléfono escuché un suspiro largo.
—Ay, Marce… hoy no puedo con tus problemas. Estoy agotada. ¿Te parece si hablamos otro día?
Me quedé helada. No supe qué decir. Colgué el teléfono y me senté en el suelo de la cocina, abrazando mis rodillas. Por primera vez en años, sentí que estaba completamente sola.
Los días siguientes fueron un torbellino: juntas escolares, llamadas al psicólogo, peleas en casa. Anabel no llamó. Ni un mensaje. Ni una señal. Yo seguía esperando ese “¿cómo estás?” que nunca llegó.
Pasaron semanas antes de volver a verla. Fue en el supermercado, entre los pasillos de los cereales.
—¡Marce! —me saludó como si nada—. ¿Cómo has estado?
La miré fijamente. Dudé si decirle la verdad o fingir que todo estaba bien.
—He estado mejor —respondí al fin.
Ella sonrió incómoda y cambió de tema rápidamente: su nuevo novio, sus planes para las vacaciones, lo difícil que era encontrar tiempo para sí misma. Yo asentía en silencio, sintiendo cómo una grieta invisible se abría entre nosotras.
Esa noche lloré como hacía años no lo hacía. Me pregunté si había sido demasiado exigente al esperar que Anabel estuviera ahí para mí como yo lo estuve para ella. O si simplemente nuestra amistad había llegado a su límite natural.
Intenté hablarlo con mi hermana Lucía.
—Mira, Marce —me dijo—, hay amistades que solo funcionan mientras tú eres la fuerte. Cuando te caes, desaparecen porque no saben cómo sostenerte.
Sus palabras me dolieron pero también me abrieron los ojos.
Los meses pasaron y aprendí a apoyarme en otras personas: mi hermana, una vecina amable que me invitaba a caminar por las tardes, incluso en mí misma. Emiliano empezó terapia y poco a poco las cosas mejoraron en casa. Yo también empecé a ir a terapia; descubrí que llevaba años cargando con el peso de los demás sin permitirme ser vulnerable.
Un día cualquiera, Anabel apareció en mi puerta con una bolsa de pan dulce y una sonrisa nerviosa.
—¿Podemos hablar? —preguntó.
La invité a pasar. Se sentó en el sillón donde tantas veces había llorado por sus propios problemas.
—Marce… sé que te fallé. No tengo excusas. Solo… no supe cómo ayudarte porque yo misma estaba rota por dentro.
La miré largo rato antes de responder.
—A veces uno da tanto que se olvida de sí mismo —le dije—. Pero también necesitamos recibir algo a cambio. Si no… ¿qué nos queda?
Nos quedamos en silencio un buen rato. No sé si nuestra amistad volverá a ser como antes. Tal vez sí, tal vez no. Pero aprendí algo importante: merezco relaciones donde pueda ser fuerte y frágil al mismo tiempo.
Ahora me pregunto: ¿cuántas veces hemos sido el hombro para alguien sin darnos cuenta de que también necesitamos apoyo? ¿Cuántos amigos tenemos solo mientras somos útiles? ¿Vale la pena seguir entregando todo sin esperar nada a cambio?
¿Ustedes qué piensan? ¿Han pasado por algo así? Me gustaría leer sus historias.