Cuando la familia no alcanza: Mi soledad entre las paredes de casa
—¿Por qué no puedes venir, mamá? —pregunté con la voz quebrada, apretando el teléfono contra mi oído mientras miraba a Emiliano, mi hijo de seis años, jugar solo en la sala.
Del otro lado, la voz de mi madre sonó cansada, casi indiferente:
—Martina, ya te dije que hoy no puedo. Tu papá está viendo el partido y yo tengo que hacer la comida. Además, tú eres la mamá, ¿no?
Colgué sin responder. Sentí el pecho apretado, como si un puño invisible me estrujara el corazón. Afuera, el bullicio de Guadalajara seguía su curso: los vendedores ambulantes gritaban sus ofertas, los camiones pasaban rugiendo, y yo… yo estaba sola entre las paredes de mi departamento, con la única compañía de Emiliano y el eco de mis propios pensamientos.
No siempre fue así. Cuando quedé embarazada a los veintitrés, creí que mi familia estaría ahí para mí. Mi papá, Don Ernesto, siempre tan recto y orgulloso; mi mamá, Doña Lupita, con su devoción por la Virgen y las recetas de mole. Pero cuando el papá de Emiliano desapareció —se fue a Monterrey buscando trabajo y nunca volvió—, todo cambió. De repente, mi embarazo se volvió un tema incómodo en las reuniones familiares. Mi abuela murmuraba oraciones por mí y mis tías me miraban con lástima o desaprobación.
—Martina, tú te lo buscaste —me dijo una vez mi tía Rosa—. Ahora tienes que apechugar.
Apechugar. Esa palabra me perseguía como una sombra. La escuchaba en cada llamada ignorada, en cada excusa para no ayudarme con Emiliano. Mi mamá siempre tenía algo más importante que hacer: cuidar a mi papá, atender la casa, ir a misa. Y yo… yo tenía que ser madre y padre, enfermera y maestra, cocinera y payaso.
Las noches eran las peores. Cuando Emiliano se dormía abrazado a su peluche de dinosaurio, yo me sentaba en la cocina con una taza de café frío y lloraba en silencio. A veces pensaba en irme lejos, empezar de nuevo en otra ciudad donde nadie supiera mi historia. Pero luego miraba a Emiliano y recordaba que él era mi razón para seguir.
Un día, después de una semana especialmente difícil —Emiliano se enfermó y tuve que faltar al trabajo— decidí pedir ayuda una vez más. Caminé hasta la casa de mis padres bajo el sol ardiente de Jalisco. Toqué la puerta y esperé. Mi papá abrió con cara de fastidio.
—¿Otra vez aquí? —gruñó—. ¿No puedes resolver tus cosas sola?
Sentí las lágrimas arderme en los ojos, pero me obligué a mantener la voz firme.
—Papá, solo necesito que cuiden a Emiliano un par de horas mientras voy al médico. No tengo con quién dejarlo.
Mi mamá apareció detrás de él, secándose las manos en el delantal.
—Martina, entiéndenos. Nosotros ya criamos a nuestros hijos. Ahora nos toca descansar un poco.
Me fui sin decir nada más. Caminé despacio hasta mi casa, sintiendo que cada paso pesaba una tonelada. Esa noche, mientras veía a Emiliano dormir con fiebre, sentí una rabia tan profunda que tuve miedo de mí misma. ¿Por qué era tan difícil para ellos entenderme? ¿Por qué la familia —esa palabra tan sagrada en México— podía ser tan fría?
Al día siguiente, en el parque, conocí a Laura. Ella también era madre soltera y vivía en el edificio de al lado. Nos sentamos juntas mientras nuestros hijos jugaban en los columpios.
—A veces siento que me ahogo —le confesé—. Mi familia vive cerca pero es como si estuvieran a kilómetros.
Laura asintió con tristeza.
—A mí me pasa igual. Mi mamá dice que ya hice mi vida y que ahora me las arregle sola. Pero mira… —me sonrió— aquí estamos tú y yo. Tal vez no tenemos familia cerca, pero podemos apoyarnos entre nosotras.
Esa tarde fue la primera vez en mucho tiempo que sentí alivio. Laura y yo empezamos a turnarnos para cuidar a los niños cuando alguna tenía que salir o simplemente necesitaba un respiro. Poco a poco formamos una pequeña red con otras mamás del barrio: Mariana, que vendía tamales; Paola, que trabajaba en una farmacia; incluso Doña Chuy, la vecina mayor que nos prestaba su patio para las fiestas infantiles.
Pero aunque encontré apoyo fuera de casa, la herida con mi familia seguía abierta. En Navidad intenté acercarme otra vez. Llevé a Emiliano con un regalo hecho por él mismo: un dibujo donde estábamos todos juntos bajo un árbol enorme.
Mi papá apenas lo miró y siguió viendo la televisión. Mi mamá sonrió forzada y puso el dibujo en el refrigerador detrás de una montaña de cuentas por pagar.
Esa noche lloré abrazada a Emiliano mientras los fuegos artificiales iluminaban el cielo tapatío. Me pregunté si algún día mi familia entendería lo sola que me sentía o si siempre sería así: cerca en distancia pero lejanos en todo lo demás.
Hoy Emiliano tiene ocho años y es un niño alegre gracias al amor que le doy y al apoyo de mis nuevas amigas. Pero todavía duele ver cómo mi familia se aleja más cada día. A veces me pregunto si hice algo mal o si simplemente así es la vida para muchas mujeres como yo en México: madres solas rodeadas de gente pero aisladas por prejuicios y cansancio ajeno.
¿Será que algún día aprenderemos a tendernos la mano entre familia antes de buscar ayuda afuera? ¿O estamos condenados a vivir rodeados pero solos? ¿Ustedes también han sentido esa soledad entre paredes llenas de recuerdos?