Cuando los hijos se van y el silencio pesa: la historia de Don Ernesto
—¿Te imaginas, Ramiro? Treinta y cinco años juntos, criando a los muchachos, y apenas se jubiló, ¡zas! Se fue sin mirar atrás. —Mi voz se quiebra mientras muevo el alfil sobre el tablero de ajedrez. El parque está cubierto de hojas doradas; la brisa de otoño acaricia mi cara arrugada. Ramiro, mi compañero de partidas y silencios, solo asiente, como si entendiera todo sin necesidad de palabras.
No sé si fue la rutina o el cansancio, pero desde que los chicos se fueron a buscar suerte a Estados Unidos y Chile, la casa se volvió un eco. Julia y yo nos mirábamos en la mesa del desayuno como dos extraños. Ella tejía en silencio; yo leía el periódico una y otra vez, fingiendo interés en noticias que no me importaban. A veces me preguntaba si ella también sentía ese vacío, pero nunca lo dije en voz alta.
—¿Y qué te dijo cuando se fue? —pregunta Ramiro, moviendo su torre.
—Nada. Solo dejó una nota en la mesa: “Me voy a buscar mi propia felicidad. No me esperes”. —Siento la vergüenza arder en mis mejillas. ¿Cómo se le dice a un amigo que tu esposa te dejó así, como quien apaga la luz y cierra la puerta?
La gente cree que los hombres no lloran a esta edad. Pero esa noche, cuando encontré la nota y vi el armario vacío, lloré como un niño. Me senté en la cama y recordé cuando Julia y yo bailábamos cumbia en las fiestas del barrio, cuando los niños corrían descalzos por el patio y ella reía con esa risa que llenaba toda la casa. ¿En qué momento dejamos de ser nosotros?
Mis hijos me llaman cada domingo por videollamada. “Papá, ¿cómo estás? ¿Ya comiste? ¿Y mamá?” Al principio les mentí: “Tu mamá está visitando a tu tía en Veracruz”. Pero después ya no pude sostener la mentira. “Se fue”, les dije una tarde, tragando saliva. “No sé si va a volver”.
Mi hija menor, Mariana, lloró al otro lado de la pantalla. “Papá, ¿por qué no luchaste por ella?” ¿Cómo explicarle que a veces el amor se desgasta como una camisa vieja? Que uno no sabe cuándo ni cómo, pero un día despiertas y ya no reconoces a la persona que duerme a tu lado.
En el barrio todos susurran. Doña Rosa dice que Julia se fue con un profesor de danza folclórica; Don Luis asegura que está viviendo en Mérida con una prima. Yo no sé nada. Solo sé que cada tarde camino hasta el parque para jugar ajedrez y sentirme menos solo.
—¿Y si intentas buscarla? —insiste Ramiro.
—¿Para qué? Si ella ya decidió irse… —respondo, aunque en el fondo me duele admitirlo.
A veces sueño con ella. Sueño que vuelve, que entra por la puerta con su bolso de flores y me sonríe como antes. Pero despierto y solo escucho el tic-tac del reloj y el ladrido lejano de un perro callejero.
La soledad pesa más cuando uno envejece. Los amigos se van muriendo o mudando; los hijos hacen su vida lejos; los vecinos nuevos no saludan. La casa cruje por las noches y yo me levanto a revisar si todo está bien, aunque sé que nadie va a entrar.
Un día encontré una carta vieja de Julia entre sus cosas. Decía: “A veces siento que me ahogo aquí. Quiero ver el mar, bailar otra vez, sentirme viva”. ¿Por qué nunca me lo dijo? ¿Por qué no le pregunté si era feliz?
En la iglesia me dicen que rece por ella. Pero yo solo pido entender qué hice mal. ¿Fue mi culpa? ¿Debí haberle dado más libertad? ¿O simplemente así es la vida?
La rutina es cruel: desayuno solo, barro las hojas del patio solo, veo telenovelas solo. A veces cocino arroz con pollo y me sale insípido; otras veces ni hambre tengo. Los domingos son los peores: antes hacíamos carne asada con los vecinos; ahora apenas si saludo desde lejos.
Una tarde recibí una postal desde Cartagena. Era de Julia. Solo decía: “Estoy bien. No te preocupes por mí”. No había más palabras ni explicaciones. Me quedé mirando esa letra conocida hasta que las lágrimas me nublaron la vista.
Ramiro dice que debería salir más, buscar un club de lectura o aprender a bailar salsa. Pero yo no quiero empezar de nuevo; siento que ya di todo lo que tenía para dar.
A veces pienso en mis padres, en cómo mi madre soportó a mi padre hasta el final, aunque ya no se amaban. Quizás Julia fue valiente al irse; quizás yo fui cobarde al quedarme.
Una noche soñé que caminaba por una playa desconocida y veía a Julia bailando bajo las estrellas. Quise alcanzarla, pero mis piernas no respondían. Me desperté sudando y con el corazón acelerado.
Hoy el parque está lleno de niños jugando entre las hojas secas. Los miro desde mi banco y pienso en mis nietos, en lo lejos que están todos ahora. Siento nostalgia por lo que fui y miedo por lo que soy ahora: un hombre solo con demasiados recuerdos.
—¿Crees que algún día deje de doler? —le pregunto a Ramiro mientras recoge las piezas del ajedrez.
Él me mira con compasión y dice: —El dolor nunca se va del todo, Ernesto. Solo aprende uno a vivir con él.
Camino de regreso a casa bajo el cielo anaranjado del atardecer. La vida sigue, aunque uno no quiera. Me pregunto si Julia encontró lo que buscaba o si también siente este vacío.
¿Será posible volver a empezar después de perderlo todo? ¿O estamos condenados a vivir con lo que fuimos y lo que ya no somos?
¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Buscarían a quien se fue o aprenderían a vivir con el silencio?