Cuando Mamá Tocó la Puerta: Entre el Pasado y el Presente
—No, mamá, no puedes quedarte a vivir aquí—. Mi voz tembló, pero no bajé la mirada. Ella estaba parada en la puerta de mi casa en Guayaquil, con dos maletas viejas y los ojos llenos de súplica. Afuera llovía como si el cielo quisiera limpiar todos los pecados del barrio.
Mi esposo, Andrés, se quedó en silencio, apretando los labios. Mi hija, Valentina, de apenas nueve años, miraba la escena desde el pasillo, abrazando a su peluche favorito. Sentí que el tiempo se detenía y que el aire se volvía más denso con cada segundo.
—¿Por qué no, hija?— preguntó mamá, con esa voz que usaba cuando quería hacerme sentir culpable. —No tengo a dónde ir. Tú sabes cómo es tu hermano, nunca contesta el teléfono y tu tía Rosa ya tiene demasiados problemas con sus propios hijos.
Me mordí el labio. Recordé los días en que vivíamos las tres juntas en una casa de caña y zinc, compartiendo una sola cama y peleando por un poco de arroz. Recordé las noches en que mamá lloraba porque papá no volvía y yo tenía que consolar a mi hermano menor mientras ella se perdía en sus pensamientos y en su botella de aguardiente.
Andrés me miró, buscando una señal. Él nunca había entendido del todo la relación entre mamá y yo. Para él, la familia era un refugio; para mí, una herida abierta.
—Podemos buscarle un cuarto cerca— sugirió Andrés en voz baja.
Mamá lo fulminó con la mirada. —¿Y tú quién eres para decidir sobre mi hija?
Sentí cómo la rabia subía por mi pecho. —¡Andrés es mi esposo! Esta es nuestra casa. No puedo volver a vivir como antes, mamá. No puedo.
Ella dejó caer una de las maletas y se sentó en el escalón, derrotada. —Siempre fuiste igual de dura conmigo…
Valentina se acercó despacio y me tomó la mano. —¿Por qué abuela no puede quedarse?— susurró.
Me arrodillé frente a ella, tratando de encontrar palabras que no lastimaran a nadie. —A veces las personas que amamos nos hacen daño sin querer, hija. Y a veces necesitamos distancia para sanar.
Mamá sollozó. El sonido me partió el alma. Recordé cuando tenía la edad de Valentina y escuchaba ese mismo llanto tras la puerta del baño. Recordé cómo juré que nunca repetiría esa historia.
Pero aquí estaba yo, repitiéndola.
Andrés se acercó a mamá y le ofreció un vaso de agua. —Doña Teresa, podemos ayudarla a buscar algo cómodo cerca. No está sola.
Ella lo ignoró y me miró directo a los ojos. —¿Eso es lo que quieres? ¿Que tu madre duerma sola en una pensión?
Sentí la presión de todas las generaciones de mujeres de mi familia sobre mis hombros: abuelas que criaron solas a sus hijos, madres que nunca supieron pedir perdón, hijas que aprendieron a sobrevivir callando lo que sentían.
—No quiero eso para ti ni para mí— respondí al fin. —Pero tampoco quiero perder lo poco que he construido aquí.
La lluvia seguía golpeando fuerte contra el techo de zinc. Mamá se levantó despacio y recogió sus maletas.
—Entonces ya no hay nada más que decir— murmuró.
Valentina corrió tras ella y la abrazó fuerte. —Te quiero, abuela.
Mamá le acarició el cabello y le sonrió con tristeza. —Yo también te quiero, mi niña linda.
Andrés me abrazó por detrás mientras veía cómo mamá se alejaba bajo la lluvia, arrastrando sus maletas por el lodo del patio.
Esa noche no pude dormir. Me senté en la cocina con una taza de café frío entre las manos, escuchando el tic-tac del reloj y preguntándome si había hecho lo correcto o si solo estaba repitiendo el abandono que tanto me dolió de niña.
A la mañana siguiente llamé a mi hermano, Javier, pero como siempre no contestó. Llamé a tía Rosa y me dijo que mamá era muy difícil, que nadie podía vivir con ella mucho tiempo sin terminar peleando.
En el trabajo no podía concentrarme; cada vez que sonaba mi celular temía que fuera una mala noticia sobre mamá. Andrés trataba de animarme pero yo solo podía pensar en lo sola que debía sentirse ella… y en lo sola que me sentía yo también.
Una tarde Valentina me preguntó si algún día yo también la dejaría sola cuando fuera grande. Sentí un nudo en la garganta y la abracé tan fuerte como pude.
—Nunca te dejaría sola por elección, hija— le dije— pero a veces las personas necesitamos espacio para poder querernos mejor.
Pasaron los días y mamá encontró un cuarto en una pensión cerca del mercado. A veces venía a vernos los domingos; otras veces ni siquiera llamaba. La relación seguía siendo tensa pero al menos ya no había gritos ni reproches constantes en casa.
Un día, mientras cocinábamos juntas para Valentina, mamá me miró con ojos cansados y me dijo:
—Quizás hiciste bien en no dejarme quedarme… Tal vez así podamos aprender a querernos sin lastimarnos tanto.
No supe qué responderle. Solo le tomé la mano y sentí que por primera vez en mucho tiempo estábamos empezando a sanar.
Ahora me pregunto: ¿Cuántas familias viven atrapadas entre el deber y el miedo? ¿Cuántas hijas cargan con culpas que no les pertenecen? ¿Ustedes qué hubieran hecho en mi lugar?