Cuando mi suegra llamó a las cinco: ¿Buena madre o mala nuera?
—¿Ya le diste de comer a Emiliano? —La voz de mi suegra, doña Carmen, retumbó en el altavoz del celular, tan puntual como el reloj de la iglesia del barrio. Eran exactamente las cinco de la tarde y yo apenas acababa de sentarme después de un día agotador en la oficina y otro tanto en el tráfico de Ciudad de México.
Sentí cómo se me apretaba el pecho. Miré a Emiliano, mi hijo de cuatro años, que jugaba con sus carritos en el tapete, ajeno a la tensión que me recorría el cuerpo. —Sí, doña Carmen, ya comió —mentí, porque la verdad era que apenas iba a preparar algo rápido: arroz con huevo y jitomate. No era el platillo tradicional que ella preparaba, pero era lo que podía hacer con lo que tenía.
—Mira, hija, no te lo tomes a mal, pero deberías organizarte mejor. Cuando mis hijos eran pequeños, yo ya tenía todo listo desde temprano. No sé cómo le hacen ahora ustedes —dijo con ese tono entre consejo y reproche que tanto me irrita.
Colgué el teléfono con una excusa cualquiera. Me quedé mirando la pantalla negra del celular como si pudiera absorber mi cansancio. ¿De verdad soy tan mala madre? ¿O simplemente soy una mala nuera para ella?
Mi esposo, Alejandro, llegó poco después. Traía el ceño fruncido y los hombros caídos. —¿Otra vez te llamó mi mamá? —preguntó sin mirarme directamente.
—Sí. Dice que no sé organizarme —respondí, tratando de sonar indiferente. Pero por dentro sentía un nudo en la garganta.
Alejandro suspiró. —Ya sabes cómo es ella. No le hagas caso.
Pero no era tan fácil. Desde que me casé con Alejandro, sentí que nunca era suficiente para su familia. Doña Carmen siempre encontraba algo que criticar: que si no limpio bien la casa, que si Emiliano no lleva suéter aunque haga calor, que si no cocino como ella. A veces pienso que me casé con él y con toda su familia.
Esa noche, mientras bañaba a Emiliano, él me miró con sus grandes ojos oscuros y me preguntó:
—¿Por qué estás triste, mami?
Me mordí el labio para no llorar. —No estoy triste, mi amor. Solo estoy cansada.
Pero sí estaba triste. Y enojada. Y frustrada. Sentía que vivía en una cuerda floja: si me dedicaba al trabajo, era una mala madre; si me quedaba en casa, era una floja; si hacía las cosas a mi manera, era irrespetuosa; si seguía los consejos de doña Carmen, sentía que perdía mi identidad.
Recordé cuando era niña en Veracruz y veía a mi mamá lidiar con su propia suegra. Siempre pensé que yo sería diferente, que pondría límites claros. Pero ahora entendía lo difícil que era decir «no» cuando lo único que quieres es paz en tu casa.
Al día siguiente, doña Carmen llegó sin avisar. Traía una olla enorme de mole y arroz. —Para que coman bien —dijo mientras dejaba todo en la cocina y revisaba con la mirada cada rincón del departamento.
—Gracias, suegra —dije bajito.
Ella se sentó en la sala y empezó a hablar de sus tiempos: cómo lavaba la ropa a mano, cómo nunca le faltó nada a sus hijos, cómo siempre tenía la casa impecable aunque trabajara en el mercado.
Yo solo asentía mientras sentía cómo se me iba encogiendo el corazón. ¿Por qué no podía ver todo lo que sí hacía? ¿Por qué solo veía mis fallas?
Esa tarde discutí con Alejandro. Le dije que necesitaba su apoyo, que no podía seguir sintiéndome juzgada todo el tiempo.
—Es tu mamá —le dije— pero yo también soy tu familia ahora.
Él guardó silencio largo rato antes de abrazarme. —Tienes razón —susurró— pero no sé cómo ponerle límites.
Esa noche lloré en silencio mientras Emiliano dormía abrazado a su peluche favorito. Pensé en todas las mujeres que conozco: mi hermana Lucía, que vive en Monterrey y también batalla con su suegra; mi amiga Paola, que se divorció porque nunca pudo complacer a la familia política; mi vecina Rosaura, que dice que lo mejor es ignorar los comentarios y seguir adelante.
Pero yo no quiero vivir ignorando ni callando. Quiero ser buena madre para Emiliano y también buena esposa para Alejandro. Pero ¿por qué tengo que ser también la nuera perfecta para doña Carmen?
Al tercer día después de la llamada, decidí hablar con ella. La cité en una cafetería del centro.
—Doña Carmen —le dije— sé que quiere lo mejor para su hijo y su nieto. Pero necesito pedirle algo: confíe en mí como madre. Yo también quiero lo mejor para Emiliano.
Ella me miró sorprendida. Por un momento pensé que iba a gritarme o a levantarse e irse. Pero solo suspiró y bajó la mirada.
—Es difícil soltar —admitió— pero tienes razón. Solo… cuídalo mucho.
Salí de esa cafetería sintiéndome más ligera pero también más vulnerable. Sé que no todo cambiará de un día para otro. Sé que seguirán los comentarios y las comparaciones. Pero al menos ahora sé que tengo derecho a poner límites y a pedir respeto.
A veces me pregunto si alguna vez seré suficiente para ella o para mí misma. Pero cada vez que veo a Emiliano reír o abrazarme fuerte después de un mal día, siento que algo estoy haciendo bien.
¿Será posible ser buena madre y al mismo tiempo una nuera imperfecta? ¿Cuántas mujeres más viven este dilema todos los días? ¿Ustedes también sienten esa presión entre cumplir expectativas ajenas y cuidar su propio bienestar?