Cuando Próspero se fue y yo sólo sonreí
—¿Otra vez lo mismo, Lucía? —La voz de Próspero retumbó en la cocina, cortando el aire como un machete en caña. Yo seguía removiendo el arroz con pollo, sin mirarlo, sintiendo el sudor frío bajar por mi espalda. Afuera, el sol de Medellín caía a plomo sobre los tejados, pero dentro de casa el ambiente era tan gélido como la nevera vieja que zumbaba en la esquina.
—¿De qué hablas? —pregunté, fingiendo calma, aunque mi corazón latía con fuerza. Próspero soltó un bufido y tiró las llaves sobre la mesa.
—¡Siempre lo mismo! Llego cansado del trabajo y aquí todo es silencio, caras largas… ¿No te cansas de esta rutina?
Me mordí los labios. No era la primera vez que discutíamos por lo mismo. Desde hacía meses —quizás años— nuestro matrimonio era una sucesión de días grises, palabras no dichas y miradas que evitaban encontrarse. Yo me refugiaba en la cocina, en los quehaceres, en las llamadas a mi hermana Mariana. Él se perdía en el trabajo y en las cervezas con sus amigos del barrio.
—No sé qué esperas que haga —dije al fin, apagando la hornilla. Me giré para mirarlo. Sus ojos oscuros estaban llenos de reproche y cansancio.
—Esperaba… no sé, Lucía. Que al menos me preguntaras cómo me fue hoy. Que te importara.
Sentí una punzada de culpa, pero también de rabia. ¿Y mis días? ¿Mis preocupaciones? Nadie preguntaba por ellas. Ni siquiera yo misma tenía tiempo de pensarlas.
Próspero tomó su chaqueta y se dirigió a la puerta.
—Me voy donde mi mamá —dijo sin mirarme—. No sé si vuelva esta noche.
La puerta se cerró con un portazo. Me quedé sola en la cocina, escuchando el eco de sus pasos en la escalera del edificio. Por un momento, sentí ganas de llorar. Pero en vez de eso, sonreí. Una sonrisa pequeña, casi imperceptible, pero sincera. Porque en el fondo, estaba cansada también. Cansada de fingir, de sostener una relación que ya no existía.
Esa noche dormí sola por primera vez en quince años. El lado de Próspero quedó intacto, frío como la distancia que nos separaba desde hacía tanto tiempo. Al día siguiente, Mariana llamó temprano.
—¿Y ese milagro que contestas tan rápido? —bromeó.
—Próspero se fue —le dije sin rodeos.
Hubo un silencio al otro lado de la línea.
—¿Y tú cómo estás?
—No sé —respondí—. Aliviada, creo. O asustada. O ambas cosas.
Mariana suspiró.
—Mamá va a hacer un escándalo cuando se entere.
Y así fue. Al mediodía, mi madre llegó a casa con su rosario en la mano y el ceño fruncido.
—¡Lucía! ¿Qué hiciste para que ese hombre se fuera? ¿No ves que una mujer sola es como carne para los buitres?
Me senté frente a ella y por primera vez en mi vida no sentí ganas de justificarme.
—Mamá, no quiero seguir viviendo así. Prefiero estar sola que mal acompañada.
Ella negó con la cabeza, murmurando oraciones entre dientes.
Los días siguientes fueron un desfile de llamadas, visitas y consejos no pedidos. Mi suegra vino a decirme que debía «luchar por mi matrimonio» porque «los hombres son así» y «uno tiene que aguantarse». Mis amigas del barrio me miraban con lástima o con una curiosidad morbosa.
Pero yo… yo empecé a descubrirme otra vez. Me di cuenta de que podía dormir en diagonal en la cama, ver las novelas que me gustaban sin discutir por el control remoto, comer a la hora que quisiera. Empecé a salir a caminar por el parque después del almuerzo, a tomar café con Mariana los sábados sin tener que pedir permiso ni dar explicaciones.
Un día cualquiera, Próspero volvió a buscarme. Llegó con cara de arrepentido y un ramo de flores marchitas.
—Lucía… hablemos —dijo desde la puerta.
Lo dejé pasar. Nos sentamos en la sala donde tantas veces habíamos discutido en voz baja para no despertar a los niños (que ahora ya eran adolescentes y casi nunca estaban en casa).
—No quiero seguir así —me dijo—. Pero tampoco quiero perderte.
Lo miré largo rato antes de responder.
—¿Sabes qué es lo peor? Que ya nos perdimos hace mucho tiempo y ninguno quiso aceptarlo.
Él bajó la cabeza. Por primera vez lo vi vulnerable, como un niño asustado.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó.
No supe qué decirle. Había tanto dolor acumulado entre nosotros que ni todas las palabras del mundo podían curarlo de golpe.
Esa noche lloré. Lloré por lo que fuimos y por lo que nunca seríamos. Por los sueños rotos y las promesas incumplidas. Pero también lloré de alivio, porque al fin podía ser honesta conmigo misma.
Con el tiempo, Próspero y yo aprendimos a hablarnos sin rencor. Decidimos separarnos oficialmente y cada uno siguió su camino. No fue fácil: hubo días de soledad profunda, noches en las que extrañaba hasta sus manías más irritantes. Pero también hubo momentos de paz, de reencuentro conmigo misma.
Mi familia nunca entendió del todo mi decisión. En cada reunión familiar había miradas reprobatorias y comentarios velados sobre «la pobre Lucía». Pero yo aprendí a ignorarlos poco a poco.
Un día, mientras tomaba café con Mariana en la terraza del centro comercial, ella me preguntó:
—¿Te arrepientes?
Miré el horizonte lleno de montañas verdes y autos apresurados.
—No —respondí—. Me arrepiento más del tiempo que pasé fingiendo ser feliz.
Ahora vivo sola en un apartamento pequeño pero lleno de luz. Trabajo medio tiempo en una librería del barrio y los domingos cocino para mis hijos cuando vienen a visitarme. A veces me siento sola, sí; pero es una soledad distinta: elegida, no impuesta.
A veces me pregunto si hice bien o mal al dejar ir a Próspero. Si debí luchar más o aguantar como tantas otras mujeres de mi familia hicieron antes que yo. Pero luego recuerdo esa sonrisa pequeña que se me escapó el día que él se fue… y sé que fue lo correcto para mí.
¿Será que uno realmente puede empezar de nuevo después de tantos años? ¿O siempre llevamos algo roto por dentro? ¿Ustedes qué piensan?