¿Cuándo será mi turno?
—¡¿Por qué siempre tengo que ser yo la que haga el desayuno?! —grité, con la voz temblando, mientras el olor a café quemado llenaba la cocina. Mi esposo, Julián, ni siquiera levantó la vista del celular. Mis hijos, Camila y Mateo, se miraron entre ellos, sorprendidos. Nadie dijo nada. El silencio pesó más que cualquier palabra.
Me quedé ahí, con la espátula en la mano y el corazón en la garganta. Sentí cómo las lágrimas me ardían en los ojos, pero no iba a llorar. No otra vez. No por lo mismo. Desde que tengo memoria, he sido la que sostiene todo: la que cuida, la que escucha, la que resuelve. Mi mamá siempre decía: “Las mujeres fuertes no se quejan”. Pero yo ya no podía más.
Crecí en un barrio de Guadalajara donde las casas están tan pegadas que los secretos no existen. Mi papá se fue cuando yo tenía ocho años y mi mamá se partía el lomo limpiando casas ajenas. Yo era la mayor de cuatro hermanos y aprendí pronto a cocinar arroz sin quemarlo y a cambiar pañales con una mano mientras hacía la tarea con la otra. Nadie me preguntó si quería ser adulta tan pronto.
Cuando conocí a Julián, pensé que por fin alguien me vería. Él era divertido, trabajador, y me hacía sentir especial. Pero después de casarnos y tener a los niños, todo volvió a ser igual: yo era invisible. Solo que ahora, en vez de cuidar hermanos, cuidaba a mi propia familia. Y nadie parecía notar si estaba cansada, triste o simplemente harta.
Esa mañana del desayuno fue diferente. Algo dentro de mí se rompió. Tiré la espátula sobre la mesa y salí al patio, donde el sol apenas calentaba las macetas de bugambilias. Me senté en el escalón y dejé que las lágrimas salieran por fin.
—¿Estás bien, mamá? —preguntó Camila, acercándose despacio.
—No lo sé, hija —le respondí, sin mirarla—. Creo que no.
Ella se sentó a mi lado y me abrazó. Sentí su cariño, pero también su miedo. ¿Qué pasa cuando la mamá fuerte se quiebra?
Esa noche no pude dormir. Me quedé mirando el techo, escuchando los ronquidos de Julián y pensando en mi vida. ¿Cuándo fue la última vez que hice algo solo para mí? ¿Cuándo fue la última vez que alguien me preguntó qué quería?
Al día siguiente, después de dejar a los niños en la escuela, caminé sin rumbo por el mercado. Vi a Doña Lupita vendiendo flores y me detuve frente a su puesto.
—¿Y esas ojeras, Marisol? —me preguntó con esa franqueza de las señoras de antes.
—Estoy cansada —le dije—. Cansada de todo.
Ella me miró con compasión y me regaló una rosa amarilla.
—A veces hay que quererse tantito —me dijo—. Si tú no te cuidas, nadie lo va a hacer por ti.
Sus palabras me acompañaron todo el día. Al llegar a casa, vi mi reflejo en el espejo del baño: ojeras profundas, cabello desordenado, una mujer que apenas reconocía. Decidí hacer algo pequeño solo para mí: preparé un café y me senté a leer una revista vieja. Por primera vez en años, nadie me interrumpió.
Pero el cambio no fue fácil ni rápido. Cuando Julián llegó esa noche y vio que no había cena lista, frunció el ceño.
—¿Y la comida?
—Hoy no cociné —le dije, firme pero temblorosa.
Él bufó y fue por unas tortas al puesto de la esquina. No hablamos mucho esa noche. Sentí culpa, pero también alivio.
Los días siguientes fueron una batalla constante entre lo que siempre había hecho y lo que quería empezar a hacer. Mi familia no entendía mi cambio. Camila empezó a ayudarme más en casa, pero Mateo protestaba por todo. Julián se volvió más distante.
Una tarde, mi hermana menor vino a visitarme.
—¿Qué te pasa? Ya casi no sales ni contestas los mensajes del grupo —me reclamó.
—Estoy cansada de ser siempre la fuerte —le confesé—. Quiero pensar en mí por una vez.
Ella se quedó callada un momento y luego me abrazó.
—Te admiro, Marisol —me dijo—. Ojalá yo tuviera tu valor.
Eso me hizo pensar: ¿valor? Yo solo estaba sobreviviendo.
Las semanas pasaron y empecé a buscar pequeños espacios para mí: una caminata al parque, una tarde en la biblioteca del barrio, una clase de zumba con las vecinas. Al principio sentía culpa; después empecé a sentirme viva otra vez.
Un día encontré un anuncio de un taller de escritura creativa en el centro cultural del municipio. Dudé mucho antes de inscribirme. ¿Quién iba a cuidar a los niños? ¿Quién haría la cena? Pero recordé las palabras de Doña Lupita: “Si tú no te cuidas…”
El primer día del taller llegué nerviosa, pero al escuchar las historias de otras mujeres como yo —madres solteras, abuelas criando nietos, jóvenes luchando por estudiar— sentí que no estaba sola. Escribí sobre mi infancia, sobre mi mamá limpiando casas y sobre mi propio cansancio invisible.
Una noche, después del taller, llegué a casa y encontré a Julián viendo televisión solo en la sala.
—¿Dónde estabas? —preguntó sin mirarme.
—En un taller de escritura —le respondí—. Quiero hacer algo para mí.
Él se encogió de hombros y siguió viendo su programa. No discutimos más esa noche, pero al día siguiente noté que había lavado los platos sin que yo se lo pidiera.
Poco a poco las cosas empezaron a cambiar en casa. No fue magia ni cuento de hadas: hubo peleas, silencios incómodos y días en los que quise rendirme. Pero también hubo momentos hermosos: Camila leyéndome un poema que escribió para mí; Mateo preparando huevos revueltos para desayunar; Julián preguntándome cómo me fue en el taller.
Un domingo por la tarde, mientras tomábamos café en el patio rodeados de bugambilias florecidas, Julián me tomó la mano por primera vez en mucho tiempo.
—Gracias por no rendirte —me dijo bajito—. Nos hacía falta verte feliz.
Lloré otra vez, pero esta vez fue distinto: lloré por todo lo perdido y por todo lo que aún podía ganar.
Hoy sigo luchando por mi espacio y mi voz. No es fácil romper años de costumbre ni cambiar lo que todos esperan de ti solo porque eres mujer o madre o hija mayor. Pero aprendí algo importante: si yo no me cuido ni lucho por mi felicidad… ¿quién lo hará?
¿Y ustedes? ¿Cuándo fue la última vez que pensaron en ustedes mismas antes que en los demás? ¿No creen que ya es hora de darnos nuestro propio lugar?